Conocer el infierno en la ruta del migrante / Yasmín Mariche

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diario19.com /  / Slpeen Journal

 

El relato de un adolescente mexicano que buscaba reunirse con sus padres en Estados Unidos, pero se encontró con el crimen organizado y la persecución en la frontera.

 

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Foto: Hector Vivas

Apenas iniciaba su marcha el tren fue descarrilado. En medio de la silenciosa noche, varios sujetos encapuchados y armados con pistolas llegaron por los migrantes a bordo del tren en Coatzacoalcos y los subieron en siete camionetas lobo negras con sirenas. Desde mediados de junio hasta julio los mantuvieron cautivos, sin alimentos y sometidos a la tortura para que les dieran los datos de sus familiares del otro lado y así pedir su rescate.

Adrián, un migrante chiapaneco, no probó alimento en semanas. El agua lo mantuvo con vida. La mayor parte del tiempo la pasó sentado en una silla, encapuchado, con las manos, pies y boca amarrados.

Nunca pudo ver el rostro de sus encapuchados captores, tampoco sabe cuántos eran los secuestradores ni cuántos los secuestrados. Lo que recuerda es que lo golpeaban drogados y borrachos. En ocasiones lo obligaban a ver cómo torturaban a otros migrantes.

Como veían que Adrián no cedía, pasaron de los golpes a la tortura. Tomaron un trapo, lo recargaron hacia atrás sobre la silla y le pusieron una manguera en la boca. —No podía respirar porqué me pegaban con una franela y luego me pegaban en la boca del estomago para que no me tragara el agua. Me atraparon la cabeza con una bolsa, pero como vieron que ya me estaba desmayando, mejor me dejaron ahí tirado, ya medio moribundo—, relata Adrián de 17 años.

Un mes después, algunos rescates fueron pagados. Adrián no sabe cuánto le pedían a los familiares. Pero todos fueron liberados. Los arrojaron a la orilla de la carretera, aún maniatados y con el rostro totalmente cubierto.

Una patrulla de Policía Federal los encontró más tarde. Pese a sus testimonios de abusos y extorsión, no hicieron nada por ellos, solamente los llevaron hacia la siguiente estación para que abordaran de nuevo el tren.

Con una expresión serena, pero temerosa, el adolescente chiapaneco relata al hilo y sin titubeos cada uno de los pasajes que lo llevaron a conocer el infierno que se forja en la ruta del migrante en su propio país.

Aún conserva algunas marcas en el cuerpo, pero evita mostrarlas a la ligera.

En el camino se pagan muchas cuotas: A la policía, a los vigilantes de Ferrosur que viajan a bordo de La Bestia, a los oficiales que se encuentran en las estaciones y a los maleantes que trepan al lomo para tirar a patadas o balazos a los viajeros que se niegan a entregar sus maletas.

—Los policías del tren piden de 100 a 200 dólares por estación—, cuenta Adrián, —pero si no traes no te bajan, ni te hacen nada—.

Los “tumbadores” del tren tiraron a unos migrantes que no les quisieron entregar sus cosas.

–Se suben con pistola y sueltan el balazo. Te dejan donde te caigas—, cuenta sobre este pasaje de horror.

Muchos migrantes se quedaron en el camino. Adrián dice que no sabe si pudieron librar las heridas de bala en los pies. Pero a él no le dispararon, la “suerte” lo acompañó y pudo seguir.

Pasaron los días a bordo de La Bestia y luego Adrián logró llegar a la iglesia capitalina “Jesús el buen pastor”, en Iztapalapa. Ahí, el padre José Luis le ayudó a él y a otro joven con alimento y con el boleto de autobús para que llegaran a salvo a la frontera del norte del país. En cuestión de días, ya estaba camino hacia Estados Unidos, donde están sus padres.

Un pollero ya lo esperaba para poder pasar de San Luis Río Colorado a Agua Prieta. Rápidamente Adrián se sumó a un grupo de migrantes integrado principalmente por niñas. El largo trayecto con poco agua, sin comida, generó estragos en el grupo. Algunos no sobrevivieron a la fiereza del desierto.

Al hablar de ese camino, Adrián baja la voz y vuelve a su postura más tímida y desvalida. Se cruza de brazos, lleva su mirada hacia el suelo, y recuerda a Elisa y Brenda, dos hermanas de 14 y 2 años que intentaban llegar a Estados Unidos junto a sus padres, hasta que el dolor de sus pies, talones reventados y el cansancio se hizo más que insoportable para continuar el avance junto al resto del grupo.

—Como ya no aguantaron el viaje, las tuvieron que matar, pues. El guía iba con un chavo, él traía pistola y el chavo ese dijo que ‘era su libertad o la libertad de ellas’ y pues les disparó en la cabeza y ahí quedaron las niñas—, dice con la mirada extraviada y lleno de pesar.

Aquél arranque irracional y asesino, motivado, según Adrián, por la frustración del acompañante del guía derivó en el regreso a la guarida del lado mexicano. Pero bastó un día de reposo para volver a intentarlo.

—Intentamos otra vez, pero por el río, y unas niñas se ahogaron. Entonces, mejor nos regresamos—, dice Adrián.

En la cabeza de Adrián estaba el llegar a Carolina del Norte a como dé lugar, pero el camino es sumamente arriesgado y los niños migrantes enfrentan constantes peligros. Incluso, de llegar, aunque existen varias asociaciones que han hecho de Carolina del Norte un estado sensible a la condición migratoria de los menores de edad que viajan solos, el tránsito de migrantes ha crecido tanto que existen pocas oportunidades para que todos sean auxiliados.

En su tercer intento, el grupo de Adrián casi lo logra, pero fue detectado por Agentes de Migración. Por más que corrió con todas sus fuerzas, las balas de goma en los pies lo obligaron a detenerse.

A bordo de un viejo camión, cientos de niños, incluido Adrián, fueron trasladados hacia el lado de la frontera mexicana. Luego, botados a su suerte. Esto es parte del drama que viven los niños migrantes que ha encendido las alarmas de los gobiernos de América.

La crisis humanitaria se confirma con las cifras. Desde octubre de 2013 la Patrulla Fronteriza detuvo a más de 66 mil niños migrantes que viajaban solos en la frontera colindante con México, la mayoría procedentes de El Salvador, Guatemala y Honduras. Al menos 16 mil eran infantes mexicanos.

Una vez en su país, Adrián estuvo divagando en busca de ayuda para regresar a casa con su tía en Chiapas. Después de algunos intentos fallidos, volvió a él la esperanza cuando se encontró con algunas asociaciones civiles que apoyan a migrantes. Pero, únicamente consiguió un boleto de autobús hacia el puerto de Veracruz.

Tras varias horas de viaje, se encontró nuevamente en territorio veracruzano, desde donde siguió buscando ayuda para poder llegar a su casa en Tapachula, Chiapas, junto a su tía enferma de los riñones. Una mujer a la que llama madre.

Una vez más se topó con la hostilidad a la que se enfrentan los migrantes. A pesar de ser menor de edad las autoridades en Veracruz hicieron caso omiso de sus necesidades de alojamiento, alimento y de traslado. Y cuando pensó que las cosas no podían ir peor fue asaltado por policías estatales.

Adrián fue abandonado por sus padres hace más de 10 años. Entonces, cuando solicitó el apoyo de las autoridades del Sistema de Desarrollo Integral para la Familia pidió que no dieran parte a sus homólogos en Chiapas, ya que ello provocaría que lo llevaran a un orfanato hasta que cumpliera la mayoría de edad.

El muchacho aceptó la primera oferta: quedarse en el albergue que el DIF municipal tiene en la colonia Centro. Sin embargo, una vez ahí le fue negado el ingreso. El albergue municipal es conocido por las múltiples condicionantes que establece el personal a cargo de la recepción, no se reciben niños solos, puesto que para eso están las villas infantiles, y además no se reciben indigentes puesto que con regularidad argumentan que no se puede poner en riesgo a los demás albergados temporales.

“Entonces me tuve que ir a una casa abandonada y pues como estaba la lluvia me mojé, mis cosas se mojaron y peor porque cuando salí de ahí me encontraron unos policías estatales que me robaron los últimos 300 pesos que tenía y el celular que me habían regalado mis papás”, narra Adrián.

Desesperado y desesperanzado de toda autoridad municipal, Adrián encontró la ayuda que necesitaba en un grupo de ciudadanos que le pagaron el boleto de regreso a la quietud de la cercana selva Lacandona con el sonido de los jaguares, de las aves y de los árboles regocijándose con el viento.

Cuando Adrián llegó a Tapachula se encontró con la peor noticia que podía recibir: su tía, a la que llamaba mamá, había fallecido un día antes. Aquella mujer que desde los diez años de edad le dio casa y educación tras la partida de sus padres hacia Estados Unidos.

La soledad volvió a Adrián, la tristeza le invadió, pero las circunstancias lo obligaron a tomar decisiones rápidas para evitar que lo ingresaran a la casa hogar del sistema de Desarrollo Integral para la Familia.

El adolescente de mirada triste, de piel morena y brazos marcados por el trabajo en el campo tuvo que empacar su dolor y salir de la tierra que le vio nacer. Decidió que después de lo vivido regresar a la frontera estadounidense no era una de sus opciones. Así, se contactó con sus familiares en Guadalajara, donde muy lejos de los cafetales en los que trabajó, fue recibido y motivado a estudiar. Adrián conoció el horror de ser un migrante en su propio país, pero ahora, gracias a sus tíos, tiene otra oportunidad.