Diario 19 / 29 de Julio de 2018
Por Alberto Chanona
El año 1994 fue, para Chiapas, el inicio de diversos procesos creativos que impactaron en las juventudes locales de entonces a la fecha. Entre las expresiones artísticas locales que se transformaron de forma acelerada con la irrupción del zapatismo —y poco después con la Internet—, la música fue quizá una de las más relevantes, hasta hoy, como catalizadora de las expresiones de las y los jóvenes, considera Martín de la Cruz López Moya, doctor en ciencias sociales con especialidad en comunicación y política y profesor investigador en el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (Cesmeca) de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (Unicach).
“La aparición del zapatismo generó una serie de encuentros y convergencias, sobre todo en la región de Los Altos de Chiapas: simpatizantes, ONG, medios de comunicación, universitarios y artistas de otras partes del país y del mundo. En ese contexto, hubo una especie de simpatía entre el rock, las juventudes y el movimiento zapatista. Y eso transformó la experiencia cotidiana de la ciudad, lo que generó nuevas dinámicas de creación musical”, explica Martín de la Cruz López, uno de los coordinadores del libro Etnorock. Los rostros de una música global en el sur de México(los otros son Efraín Ascencio Cedillo y Juan Pablo Zebadúa Carbonell), entrevistado por la Agencia Informativa Conacyt.
Desde el punto de vista del también profesor investigador del Cesmeca, 1994 fue el detonante —aunque no siempre de forma directa— de la experiencia urbana que viven hoy las y los jóvenes de San Cristóbal de Las Casas.
Desde la irrupción del zapatismo, San Cristóbal de Las Casas no solo ha estado con frecuencia bajo el reflector de los medios de comunicación, sino en el fragor de un tráfico social permanente del que nunca se sabe con certeza si viene o va, si se queda o está de paso, pero no cesa: jubilados extranjeros que caminan en fila india por las calles angostas, voluntarios y activistas en bicicleta, artistas que tocan jazz, que pintan muros, que toman fotos, periodistas objetivos y de los otros, gente de ciencia, viajeros, empresarios, comerciantes, población que se reconoce a sí misma como indígena, población que trata de blanquearse y todas las capas de indecisión entre una y otra. En medio de todo eso, el deseo de cambio y el de permanencia —que a veces se dan la mano, y a veces no— ha sido absorbido y reflejado de forma distinta por cada generación de juventudes locales que han pasado por aquí, durante casi un cuarto de siglo, desde 1994 hasta la fecha.
Etnorock: el sonido del rock es local
Para Martín de la Cruz López, los procesos creativos que se generan aquí y en todas partes del mundo son procesos transculturales donde convergen los saberes y las experiencias.
El año 1994 trajo eso —afirma el académico—, una convergencia de culturas, de personas que empezaron a intercambiar de forma acelerada sus saberes y experiencias, lo que dio lugar a procesos creativos cuyos protagonistas fueron las y los jóvenes.
“La música hizo visibles a las juventudes de Chiapas (las que provenían de comunidades que se reconocen como indígenas y las que no), como hicieron también en cierta medida el teatro, la literatura, el cine (…) Incluso, como consecuencia de esas transformaciones, después se abrieron universidades interculturales”.
Respecto de la música, aunque no fue el único, uno de los géneros que más simpatizantes sumó entre la juventud en aquel momento fue el rock. En cualquier parte del mundo, expone el académico, el sonido del rock es local. “Solo que aquí muchos de los protagonistas de ese sonido fueron jóvenes hablantes de lenguas indígenas”.
“Las ciencias sociales, en especial la antropología, antes habían invisibilizado a las juventudes. Porque hablaban de comunidades o de pueblos indígenas, pero no de los matices y la diversidad que hay entre las poblaciones. Un problema que debe debatirse es cómo seguimos nombrando a los pueblos indígenas. Porque ‘indígena’ es un término que hace parecer que se trata de sociedades homogéneas y nos impide ver sus particularidades como personas, en toda su complejidad. En ningún lugar las sociedades son simples u homogéneas. Donde hay interacción humana siempre hay complejidad”.
—¿Y el etnorock entonces?
— El rock es un movimiento que irrumpe y rompe en todos lados. Aquí lo aprovecharon muy bien, pues el rock tiene la virtud de que se etnifica, se vuelve local en cualquier lugar del mundo, a diferencia de otro tipo de música. Lo que nosotros hacemos es hacer visible a las juventudes urbanas. Las llamamos urbanas no porque vivan en la ciudad (muchas veces viven fuera de ella), sino porque tienen experiencias urbanas, porque escuchan, tienen acceso a medios, dialogan (…) Y, precisamente, porque tienen la experiencia urbana, estas juventudes aprovechan sus lenguas, sonidos y experiencias locales con el rock.
Aquí lo relevante es cómo estos jóvenes, aprovechando su recurso de identidad, de pertenencia étnica, reivindican su lengua. Y eso está bien.
—¿Las bandas incorporan su tradición y narrativas a su música?
—Claro que sí. Por ejemplo, el Bolom Chon, una melodía de las más antiguas que se tocan en Los Altos de Chiapas y que se recupera en los rituales religiosos, es también la que más tocan casi todas las bandas locales de etnorock.
Por otro lado, hay la creencia de que la música regional o tradicional son sonidos que permanecen inmutables. Y no. Es también parte de un proceso histórico. Basta ver muchos de los instrumentos que emplea esta música. Muchos de ellos vienen de otros lugares, e igual que con el rock, terminaron adquiriendo un sonido local. Lo que un músico toca es lo que escucha en su entorno. ¿Qué es lo que cuentan los chavos? Sus experiencias.
Y depende de qué tipo de banda sean. Por ejemplo, las bandas de etnorock recuperan un tipo de cultura tradicional del que han aprendido que son portadores. En sus relatos están la Madre Tierra, sus saberes, los curanderos, etcétera. Incluso hay etnorockeros que son, por ejemplo, evangélicos y clic).
tsotsiles, entonces cantan rock evangélico en tsotsil. En este caso se encuentra Slem k’ok Band, integrada por jóvenes que provienen de familias expulsadas de sus comunidades por motivos religiosos, que llegaron así a vivir a San Cristóbal de Las Casas. Ellos recuperan esas historias en algunas de sus canciones. Por ejemplo, en Skasikes (Una sencilla búsqueda rápida en YouTube le da la razón al académico (por ejemplo, con Sak Tzevul o con Vayijel). Más aún, aunque por lo general las bandas de etnorock se mueven en un circuito de festivales nacionales e internacionales, también gozan de un público local. De ahí que en los mercados municipales de San Cristóbal de Las Casas sea posible encontrar copias (piratas) de sus discos.
—¿Es algo particular que ocurra aquí?
—Estas manifestaciones musicales se han dado en muchos lados y culturas, en México y Latinoamérica. Pero tiene un punto relevante que se esté dando también en Los Altos de Chiapas. No es algo deliberado, sino parte de un fenómeno complejo donde caben muchos discursos. Claro que los jóvenes están reinventándose a partir de estos relatos. No obstante, hay ciertas limitaciones en cuanto a que se mueven en un circuito de festivales, que es como un dilema, porque ellos quieren ser músicos, ser rockeros. Pero para serlo tocan en festivales o festejos locales orientados con ese propósito, como el Día de la Lengua. Eso se vuelve algo como una camisa de fuerza. Porque se vuelve un ideal de las políticas culturales. Es un tema difícil.
Música norteña
El rock, sin embargo, no es el único sonido que ha penetrado en el imaginario popular de la región. Ni 1994 es la única razón. Los medios de comunicación, las plataformas electrónicas e incluso las ferias locales han jugado también un papel determinante en lo que Martín de la Cruz López llama una “norteñización de los gustos musicales”.
“En San Juan Chamula, por ejemplo, el narcocorrido tiene mucha presencia. Grupos como Los Tigres del Norte, Los Tucanes de Tijuana, Los Huracanes del Norte, tocan en cada fiesta de San Juan Chamula. Hay que destacar, sin embargo, que para las comunidades indígenas, el corrido es parte de su tradición. No la ven como música de otro lugar, porque es la música con la que han crecido”, detalla el académico de la Unicach, adscrito al Cuerpo Académico Culturas Urbanas y Prácticas Creativas del Cesmeca.
“Teopisca —otra ciudad de Los Altos de Chiapas— es también fenómeno interesante. Ahí se generaron bandas de música ‘norteña’. Se volvió la catedral de las bandas de estilo norteño en Chiapas”, refiere el profesor investigador.
—¿Las juventudes participan también de esa ‘norteñización’?
—En 2007 o 2008, se expandieron los ritmos norteños en Chiapas: pasito duranguense o cumbia texana y otros ritmos de baile. Eso derivó en que se crearon clubes de baile entre jóvenes, quienes se reunían en los parques para bailar. Pero los chavos se dan cuenta de que no solo son agentes pasivos de los productos culturales que se difunden en los medios, sino también se vuelven creadores. Hay que destacar esa parte creativa que hay entre las juventudes, a partir de su vínculo con la música: tocando instrumentos o bailando, creando narrativas y generando discursos.
Rap y grafiti
Lo referido por Martín de la Cruz López sobre la música norteña ocurre también, poco más o menos, con el rap y el grafiti.
Eprik (así prefiere que lo llame) es un joven que en las mañanas va a la escuela y por las tardes practica sus pasos de baile en uno de los parques del centro de San Cristóbal de Las Casas. Ha encontrado en el rap no solo un gusto musical, sino una cultura con la que se identifica y logra expresarse.
“Bailo con música funk, soul, más conocida como breakbeat, con unos ritmos hip-hop. Escucho esa música desde hace diez años. A mí me mueve la cultura break dance, la cultura hip-hop. Yo escuchaba la música de rap en una hojalatería que hay enfrente de mi casa. Hay varios tipos de rap. Hay el rap en el que se habla de drogas, de alcohol (…) Pero a mí me gusta más el rap pasivo, donde se habla de paz, respeto o historias de la vida cotidiana. Y me ha dado mucho. Me empecé a juntar con otras personas por lo que hacían: pintar, rapear, bailar (…) Así conocí a bboy checoz, que es un gran pintor aquí en San Cristóbal; después conocí aquí, bailando, a bboy ruzo. Ellos me encaminaron al break dance”.
“Aparte de bailar, hago instrumentales de rap para que los emsis locales o de fuera —término de la cultura hip-hop que significa maestro de ceremonias, quien crea las letras de rap o las recita— puedan escribir temas. También me gusta pintar grafiti wild style. A veces las personas no entienden que esto es lo que amamos, nuestro modo de expresarnos. Como Digno (un artista local) se expresa con murales artísticos, como de textiles, y se ve padre. Habla de paz y respeto a la humanidad, pero la gente a veces no lo ve así”.
Es difícil saber si Eprik, quien pertenece a una generación muy joven, ha incorporado o no parte de los discursos y cambios en el imaginario local que trajo 1994. Pero las acciones con las que se identifica demuestran conciencia social. Habla de respeto, de diversidad, de culturas y pertenece a Patrulla Roja, un grupo reconocido por sus intervenciones en favor de la juventud de los barrios de la ciudad. Aun así, no es difícil suponer que Internet haya tenido mayor peso en su formación y en la de otros jóvenes como él.
Lo cierto, dice Martín de la Cruz López, es que las juventudes y la creatividad tienen hoy —y tal vez más que nunca— especial relevancia.
“Muchos jóvenes están en condiciones vulnerables. No solo por la desigualdad que privan en el país, sino por las expectativas que pueden tener en un contexto de inseguridad, de inestabilidad social, donde también contribuye la expansión de la delincuencia organizada. En ese contexto, el mundo del narco puede volverse una opción de proyección para muchos jóvenes que no tienen otras opciones”.
Martín de la Cruz López Moya
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