Kau Sirenio Pioquinto / piedepagina.mx / diario19.com
En marzo de 2015, un inédito movimiento laboral en el Valle de San Quintín, Baja California, acaparó la atención sobre las condiciones en que viven miles de jornaleros. Pero cuando se apagaron los reflectores, la realidad regresó en toda su crudeza
SAN QUINTÍN, BAJA CALIFORNIA.- Miles de jornaleros bloquearon la carretera Transpeninsular de Baja California, la principal ruta de comunicación en la península. Rostros morenos, la mayoría indígenas, que abandonaron canastos, cubetas y azadones para cambiarlo con un solo reclamo: un salario justo para el durísimo trabajo de jornalero agrícola.
El inédito movimiento de protesta que comenzó la madrugada del 17 de marzo de 2015 en el Valle de San Quintín, llamó la atención en México y otros países del mundo.
Las historias de abusos laborales, acoso sexual, jornadas extenuantes sin derecho a servicio médico, vacaciones o aguinaldos se colaron a las primeras planas y portales de medios mexicanos e internacionales.
Los líderes del movimiento jornalero viajaron a la ciudad de México, se reunieron con diputados y senadores, con funcionarios de la Secretaría de Gobernación, con organizaciones sociales. A su regreso, realizaron una caminata de 20 kilómetros.
Pero nada fue suficiente para las autoridades que, ciegas y sordas a los reclamos, primero usaron la fuerza pública –en las protestas hubo más de 200 detenidos y un sinnúmero de heridos– y luego le apostaron al olvido.
“El gobierno federal nomás vino burlarse de nosotros. Le apostó al desgaste del movimiento. Las reuniones se fueron postergando, y hasta este momento se han negado incluso a contestar llamadas telefónicas”, dice Gloria Gracida Martínez, una de las mujeres que lideraron el paro.
Un año después, las condiciones de trabajo en los campos de las regiones agrícolas más productivas del país siguen muy parecidas a las que existían antes de la huelga. O peor, porque las empresas aumentaron el salario, pero también la carga de trabajo.
Por si fuera poco, ocurrió lo que algunos ven como un grave adelanto de lo que puede ocurrir en el futuro: el movimiento que paralizó las granjas y campos agrícolas del Valle se fracturó.
Ahora, dos sindicatos se disputan el contrato colectivo de trabajo; mientras la división se ahonda, la Confederación de Trabajadores de México (CTM), aprovecha el momento para quedarse con la afiliación de los nuevos trabajadores y las empresas promueven una campaña de comercio justo para certificar sus productos.
Un triunfo que no llegó a los campos
El pliego petitorio de los jornaleros era sencillo: incremento salarial a 200 pesos por jornadas de 8 horas; afiliación al seguro social; sindicato propio; aguinaldos, vacaciones, bonos, reparto de utilidades; cese al acoso sexual y al trabajo infantil.
Después de la primera mega marcha, el 10 de abril, en la que participaron más de 70,000 campesinos, las empresas concedieron un aumento de 15 por ciento al sueldo. Un triúnfo histórico para las luchas laborales en el país. Pero la victoria duró muy poco, porque una vez firmado el acuerdo, los empresarios aumentaron el trabajo de los campesinos.
En lugar de cosechar 45 botes de pepino por jornal, ahora deben reunir 60. En el caso de jitomate, la cuota subió de 35 cubetas a 50 y además los surcos que cada trabajador debe atender aumentaron de cuatro a seis.
“En el empaque la historia es la misma, ahora deben poner dos etiquetas manualmente a cada caja”, dice Lucila Hernández, otra de las mujeres que encabezaron las protestas.
Originaria de la mixteca oaxaqueña y con más de 20 años trabajando en los surcos, Lucila es una mujer pequeñita que habla con franqueza y no se atemoriza fácilmente. Además de luchar por los derechos laborales de los jornaleros, ella ha trabajado intensamente para abatir la violencia de género, que es un grave problema en la región.
Ahora, en medio de una jornada de trabajo, hace un recuento de las promesas incumplidas a los jornaleros. Una de ellas es la afiliación al Instituto Mexicano de Seguro Social.
“La gente sigue cotizando con 70 pesos (un sueldo menor al que reciben y que impacta directamente en la eventual jubilación). Las empresas sólo afilian a sus trabajadores por tres días, después se les da de baja. Los ranchos no quieren asumir su responsabilidad y el gobierno hace que no ve”, explica.
Otra de las demandas del movimiento fue que se sancionara a las empresas que violaron la ley, algo que se aplicó de manera irregular porque las empresas más grandes –y con más denuncias de violaciones– no fueron tocadas.
“La sorpresa que nos llevamos es que sancionaron al más pequeño productor: el que tiene una tablita de nopal, de cebolla, de calabaza, el que siembra para su familia, esos fueron los que más sufrieron”, dice la jornalera.
La política en contra de los pequeños productores arreció también en contra de los jornaleros. Los surcos se asignaron sólo a quienes no participaron en el movimiento, pero con la condición de trabajar más que antes.
A las transnacionales y empresas más grandes –Berrymex, Los Pinos, Santa Mónica, San Vicente Camalú, Racho Seco y San Marcos– no sólo no las sancionaron, sino que quedaron exentas de revisión en seguridad social, el agua, la salubridad.
Gloria Gracida Martínez es una profesora mixteca que desde niña trabajó como jornalera en estos campos. Pero no se conformó con eso, se puso a estudiar, y hace unos años, consiguió una beca para estudiar en la universidad Iberoamericana una maestría en educación.
Ahora, forma parte del Sindicato Independiente Nacional Democrático de Jornaleros Agrícolas y celebra la existencia de las dos organizaciones gremiales que surgieron del movimiento jornalero, a pesar de sus diferencias.
“Es una de las victorias más grandes porque se forma desde los surcos, la gente que sale del campo y que dicen: ‘yo voy a representar a mi gente como si fuera yo mismo’, y eso nunca había existido, los sindicatos eran charros con compromisos con el gobierno y los empresarios. Para ellos el trabajador no importaba”, afirma la mujer.
Quizá por eso ahora los patrones –aunque no todos están de acuerdo– parecen buscar programas que beneficien a los jornaleros, como el llamado comercio justo, una iniciativa para mostrar a los compradores que los productos que adquieren no se obtuvieron con abusos laborales.
Pero también es una simulación, asegura Gloria. “Los maltratos continúan en los campos… El problema no es sencillo, porque la empresa está coludida con el gobierno”.
En el discurso oficial, el problema del Valle ya se arregló. El gobierno estatal echó a la basura más 200 denuncias anónimas hechas por las jornaleras en contra de los mayordomos por despidos injustificados y acoso sexual y mantuvo una estrategia de comunicación para desactivar al movimiento y al Sindicato; el subsecretario de gobernación Luis Enrique Miranda Nava y el propio gobernador palmeo a los líderes de la CTM en los campos.
El gobierno federal y los legisladores pronto se olvidaron de San Quintín. Apenas se apagaron los reflectores de la protesta, abandonaron a su suerte a estos jornaleros, que trabajan en condiciones de esclavitud.
Por su parte, los trabajadores crearon el Sindicato Nacional Independiente de Jornaleros, Agrícolas y Similares, que fue admitido por la Junta Local de Conciliación y Arbitraje de la Ciudad de México en un tiempo muy poco usual. Los problemas llegaron tan rápido como el registro y en menos de tres meses, renunciaron dos de sus principales líderes: Lucila Hernández y Justino Herrera Carbajal.
Poco después, la Alianza de Organizaciones Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social –que dio origen al movimiento– formó el Sindicato Independiente Nacional Democrático de Jornaleros Agrícolas, que en enero consiguió su registro.
Pero el Valle de San Quintín está muy lejos de los problemas del resto del país.
Las autoridades apuestan por el olvido. Y la división de los jornaleros es el pretexto perfecto del binomio empresarios-gobierno para acusarlos de “criminales” y aplicar, como hace un año, la mano dura.
El jueves 17, en el aniversario del paro, muchos jornaleros optaron por ir a trabajar como cualquier otro día. Otros, arrancaron una caravana de cuatro días hasta Tijuana para el encuentro de las dos Californias en la malla fronteriza. Los del Sindicato Nacional Independiente, encabezado ahora por Enrique Alatorre, se reunieron en un convivio con funcionarios del gobierno estatal.
A Lucila Hernández, quien dos días antes renunció a la cartera de Equidad en el Sindicato, no le queda de otra que hablar de la fractura: “Al gobierno le salió bien la jugada. No sabemos hasta dónde vamos a llegar ni qué más vamos a lograr”.
Pero no todo son malas noticias. “Hay algo que nos salva –dice Lucila– ahora la gente es más conscientes de sus derechos y empiezan a organizarse, eso sí cuenta mucho, porque antes era muy difícil generar una protesta en el Valle”.
Coincide Gloria Gracida, quien pone la mirada en el largo plazo: “Niños y jóvenes están creciendo con una mentalidad diferente, con palabras nuevas en su vocabulario: marcha, o protesta, huelga, derecho por ejemplo. Eso es algo muy importante”.
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En las calles polvorientas del Valles de San Quintín –sólo una está pavimentada– se encuentra la realidad que niegan autoridades y empresarios: los servicios públicos como drenaje y abasto de agua siguen igual de deficientes, y el servicio médico tan ausente como hace un año.
El aumento de 15 por ciento al salario promedio no sirve porque la comida sigue tan cara como al inicio del movimiento: un guisado cuesta 75 pesos, el taco de carne se cotiza en 18 y los refrescos y agua embotellada a 10 pesos.
Para un jornalero que gana 150 pesos al día y que debe repartirlos en los gastos de su familia, el tiempo parece haberse detenido.
Su vida, simplemente, no ha cambiado.
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