Rodrigo Soberanes
Progreso, Honduras.- La aldea El Filón quedó cercada por delincuentes armados que llegaron con un camión para llevarse todo el ganado. Nadie pudo entrar ni salir hasta que terminó el saqueo.
José Jeremías Hernández, se quedó sin su patrimonio principal, que eran tres vacas. Como no pudo asimilar el atraco ni reponerse económicamente, se convirtió en migrante.
Hoy le faltan dos piernas. Las perdió cuando se cayó del tren, en México.
Ahora vive de nuevo en su aldea de tres mil habitantes, en las montañas de Yoro, uno de los estados más violentos de Honduras y con mayor nivel de expulsión de migrantes hacia el norte del continente.
El día fatídico fue el 25 de marzo de 2006, recuerda don Jeremías, un hombre que es uno de los extraños casos de personas que sobreviven de manera independiente como agricultor y ganadero.
“Por la delincuencia decidí irme del país. Hay grupos armados. Ahí en la comunidad entró un camión con gente armada y llenaron el camión de ganado. Se llevaron 18 animales, míos se llevaron tres.
Yo estaba fuera de la aldea, tenían las entradas tapadas, no dejaban entrar carros ni nada”, relató don Jeremías Hernández.
-¿Se acuerda usted del momento en que decidió irse?, se le preguntó
“Si, fue así de repente por la delincuencia. Había ahorrado un dinero de mis cosechas, había comprado unas vaquitas y me las robaron, entonces ahí fue cuando yo me desesperé y me a decidí a huir una temporada”.
Así, se aventó a la corriente migratoria que comienza en Progreso, capital de Yoro, y llegó a San Pedro Sula, la capital industrial de Honduras. Ahí tomó el famoso bus de las 12 de la madrugada que va hacia Agua Caliente -que es la frontera con Guatemala- con pura gente que dejará el país.
Sintió miedo por ver a la “gente maldosa” que ronda esa inhóspita frontera y, para su alivio, cruzó sin contratiempo y tomó otro bus en Esquipulas rumbo a la Ciudad de Guatemala.
Se enfiló a la frontera de El Ceibo, donde hay un gran tianguis en medio de la selva, junto a las oficinas de Migración mexicanas y un tramo carretero por delante de 40 kilómetros antes de llegar a Tenosique, Tabasco, la primer ciudad del país.
En Tenosique se le acabó la oportunidad de subirse a autobuses. Era de mañana, esperó hasta la tarde la partida del primer tren de carga. Y luego:
“No sé lo que pasó pero la cosa es que no le tuve miedo al tren y me sentía seguro de que lo agarraba. Cuando quise agarrarlo puse las dos manos en la escalera y con el aire me zafé y caí.
(Ya en el piso, con las piernas arrancadas) me jalé para que no me jalara el aire a en medio de la vía porque si no, quedaría deshecho”.
Don Jeremías relata que no perdió el conocimiento nunca pero tampoco estaba consciente de lo que le había pasado. “No vi para abajo, el mismo dolor no me dejó, y Dios (…) Al otro día ya desperté mocho”.
Su objetivo era quedarse en México una temporada para recuperar los ahorros que le robaron y después volver a su aldea con sus cuatro hijos y su esposa y rehacer su patrimonio.
En lugar de eso, volvió amputado de las dos piernas.
Pasó cinco meses en hospitales de Tabasco hasta que quedó apto físicamente para su retorno a casa. Un día salió de madrugada desde Tapachula y después, de nuevo, pasó por Agua Caliente. Ahora con una prótesis en cada pierna.
Llegó a su aldea con sus cuatro hijos. Hace siete años todos eran unos niños pequeños. Ahora necesitan ir a la escuela a Progreso pero no hay dinero para eso, pues don Jeremías ya no cultiva frijol, maíz ni café, como antes. Tampoco tiene vacas.
“Ahorita tenemos una pulpería (tienda de productos básicos). Ganado ya no porque cuesta más. Es la idea pero ahorita vamos a ver porque en este país cuesta que lo apoyen a uno, tanto el gobierno municipal como el nacional”.
Dice que está agradecido con México porque la sangre que lleva se la metieron al cuerpo en Tabasco cuando le salvaron la vida con transfusiones después de que lo mutiló el tren. “Llegó un amigo que me regaló las prótesis y con eso me sentía yo feliz”, recuerda don Jeremías.