IGNACIO ALVARADO / diario19.com
Ciudad Juárez.- El cuerpo de aquel perro mostraba algo más que el paso de las horas desde que murió atropellado. Yacía al pie del estacionamiento de un pequeño súper en el corazón de lo que aquí se conoce como “Zona Dorada”, un boyante andador comercial que se extiende por dos kilómetros hasta desembocar en el consulado de Estados Unidos, el complejo más grande en su tipo construido por ese país en el extranjero. Estaba inflado y exhibía huesos que habían roto la piel al momento de fracturarse. Pero, además del gesto nauseabundo, nadie aparentaba compasión ni interés por llamar a la autoridad para que fuera retirado. Los carros rodeaban lentamente, rozándolo con las llantas y los transeúntes hacían lo mismo, bordeando hasta los límites del hedor.
Era tan sólo un cuerpo entre muchos. Ese mes, octubre, los pocos trabajadores de la dirección estatal de salud comisionados para recoger cadáveres de perros de la vía pública, registraron cuatrocientos casos. Una cantidad similar a la del mes previo, aunque inferior a la de marzo, cuando, de acuerdo con los archivos de la dependencia, acumularon 581. No todos corrieron la suerte de morir bajo las llantas. Muchos deambularon durante días antes de caer por hambre y sed, o los mataron a pedradas, colgándolos de árboles y bardas, como hizo un hombre con su mascota en julio, a la que victimó a martillazos mientras pendía del muro de su patio trasero. Otros quedaron destrozados en peleas clandestinas o fueron mutilados vivos.
En el pequeño centro antirrábico de la ciudad ocurre otro sacrificio, masivo y desolador: cada semana mueren con inyección letal un promedio de 560 perros, la mayoría llevados allí por sus dueños, que no pueden darles de comer por falta de dinero o simplemente dejan de quererlos al crecer.
“La cantidad de perros que aparecen muertos es impresionante”, dice Perla de la Rosa, actriz ganadora del Ariel en 2004 y activa defensora de los derechos de los animales desde hace tres décadas. “Esto tiene una explicación: en el marco de violencia de los últimos años muchas mascotas fueron abandonadas por familias que huyeron o perdieron su trabajo y ya no pudieron mantenerlos, así que los dejaron libres porque pensaron que en las calles tenían mejor oportunidad para sobrevivir. Lo que nos muestra este fenómeno es la realidad de una ciudad en crisis profunda. Es una cara urbana que refuta el discurso de los gobernantes, de la clase política que se empeña en vender otra imagen, la de una violencia que se fue. Pero si por algo conoces el verdadero rostro de una ciudad es por sus locos, su basura y sus perros callejeros. Eso nos habla de una ciudad deteriorada, abandonada, jodida”.
El tiempo que refiere De la Rosa abarca una etapa siniestra para la ciudad. Es el tiempo en el que Juárez acusó todos los males posibles. Primero, una racha de exterminio que acabó con la vida de más de nueve mil personas, luego una estampida ciudadana (que una investigación de la Universidad Autónoma de Juárez estima en 250 mil individuos), después un colapso financiero y una racha delictiva que se mantiene incontenible hasta hoy. Todo en cuatro años.
En 2012 dejaron de aparecer personas desmembradas y los asesinatos múltiples en bares, restaurantes, centros de rehabilitación, avenidas y penales han ido quedando atrás, como horizonte en el retrovisor. Pero existen muchas otras expresiones que dan cuenta de la devastación, como más de cien mil casas deshabitadas, unos dos mil comercios cerrados y destruidos por el fuego; colonias enteras en la que los vecinos colocaron rejas sin permiso oficial para impedir el libre tránsito de posibles delincuentes. Y sobre todo, perros. Jaurías que constituyen un riesgo de salud pública, una ambulante encarnación de los tiempos modernos.
Los perros deambulan en grupo, hurgando entre el desperdicio que llega cada día. Son animales que llevan dos o tres generaciones reproduciéndose en los alrededores. Perros salvajes. De día, los hombres que allí trabajan lidian con ellos, pero la molestia se transforma en amenaza al caer la noche. Se vuelven agresivos por el hambre. Una ironía de tiempo y espacio.
Los miles de perros que mueren en las calles y que son sacrificados tienen un destino final justo debajo de la tierra que recorren. Sus cadáveres se mezclan con basura orgánica para generar el gas metano que alumbra la tercera parte de las calles de la ciudad. Los perros como fuente de energía son una práctica reciente, que data de 2010. Un año en el que la estadística del centro antirrábico contabilizó ocho mil 500 sacrificios en sus planchas.
“Han sido años difíciles, reveladores”, resume Juan Martínez, el director del antirrábico.
Martínez es un veterinario joven, alto y robusto que trabajó con la Asociación Nacional Protectora de Animales (Aprodea) en la ciudad. Antes que él llegara, hasta 2007, los sacrificios eran brutales. Encerraban a los perros en habitaciones a las que inyectaban el humo del escape de alguna camioneta oficial para envenenarlos con monóxido, o los electrocutaban. Ahora el método es menos salvaje, o al menos ha dejado de perturbar a los defensores de los animales. Se les suministra una inyección letal con la que no sufren, aunque las planchas donde mueren cada mañana se encuentran justo delante de las jaulas donde aguarda el resto su propio final, y ladran o lloran mientras eso ocurre. La eutanasia es elevada porque, en un estado de crisis severa, lo que menos importa a las personas es salvar a sus mascotas, o adoptar una, dice Martínez.
La entrega de perros para su sacrificio muestra sólo una cara de lo que hay detrás del fenómeno, el de la miseria económica. Pero el veterinario señala otra: la del éxodo que produjo la violencia.
“¿Cómo nos afectó este ciclo de violencia? Sobre todo con la migración, con el retorno de miles de personas al sur de la República. Fue un abandono tremendo que se alentó también por un movimiento político, el de un gobernador que comenzó a repatriar gente a la que prometió trabajo y se los llevó con todos los gastos pagados. De la noche a la mañana desaparecieron manzanas enteras de gente y los perros se quedaron solos. Un día, por ejemplo, sacamos de una de esas colonias 150 perros abandonados. Pero llegábamos a levantar perros y la gente los defendía. Se les preguntaba si eran sus perros y decían que no, pero de cualquier forma nos reclamaban el hecho de llevárnoslos. La gente como que no sabe el riesgo sanitario al que se expone. No solamente son las mordidas, sino los focos de infección que generan cuando tiran la basura, defecan o infestan de pulgas, garrapatas y sarna zonas de alta población humana. Así que días más tarde, cuando comprendían todo eso, volvían a llamarnos para que fuéramos por ellos”.
A comienzos de 1990 la crisis del sector petrolero provocó un fenómeno migratorio de técnicos empleados por las refinerías. Poco tiempo después, decenas de miles más que vivían de sus pequeños cultivos de caña siguieron el mismo camino hacia el norte, a su vez obligados por los efectos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El destino por excelencia dentro de México fue Ciudad Juárez, donde se asentaba una industria extranjera de mayor tecnología, demandante de mano de obra calificada. Entre 1992 y 1996, sondeos ordenados por la presidencia municipal indicaron que a la ciudad arribaban casi 50 mil personas por año, la mayoría de ellos veracruzanos. Son ellos a los que, en plena etapa electoral, Fidel Herrera, el gobernador saliente del PRI en Veracruz, pagó vuelos comerciales, camiones, mudanzas y ofreció trabajo temporal y vivienda para que retornaran. Más que ponerlos a salvo, la estrategia sirvió para promover el supuesto desarrollo social y económico en el contexto de unas elecciones
que se anticipaban reñidas. Desempleados por la maquila y en medio de la peor ola delictiva de la historia reciente, la respuesta al llamado fue tumultuosa.
La ciudad fue llenándose entonces de perros callejeros. En 2007, las sociedades protectoras de animales estimaban la población sin dueño en 20 mil animales.
El problema-dice Alma Morfín, la presidenta de la Aprodea-, es que nunca se prestó seriedad al fenómeno y los años siguientes, entre 2008 y 2011, mientras los humanos buscaban ponerse a salvo, las jaurías fueron reproduciéndose cada seis meses. Restando los sacrificios en el antirrábico, es la base sobre la que ella estima actualmente una población vagabunda de entre 150 mil y 200 mil perros.
“El abandono de mascotas en las casas aumentó también 70 por ciento en estos cuatro años”, agrega Morfín. “Es un problema que nos preocupa demasiado porque la ley nos prohíbe entrar en esas casas y rescatarlos. Y hemos visto casos de abandono de más de un perro, donde suele morir uno primero que el otro, o que los otros, y entonces se lo comen para sobrevivir. Algo verdaderamente grotesco, desolador”.
Con una fuerza de ocupación de once mil efectivos, entre militares y policías federales, la ciudad vio sacudidos todos sus esquemas de convivencia y seguridad. Entre 2008 y 2011 era imposible desplazarse sin topar con patrullas y retenes de uniformados con máscaras y fusiles de asalto a cada kilómetro. Lejos de brindar tranquilidad, tal despliegue perturbó al ciudadano común. No sólo aumentó exponencialmente el número de homicidios y secuestros, sino que los testigos de muchos de estos sucesos referían la intervención de los grupos institucionales.
La respuesta oficial se daba mediante comunicados oficiales. Lo que veía la gente –afirmaban- no eran oficiales de gobierno, sino narcos disfrazados. Cientos de allanamientos, desapariciones forzadas, torturas y asesinatos cometidos por militares y federales fueron sin embargo documentados por la Comisión Estatal de Derechos Humanos o denunciados ante una oficina abierta ex profeso por el gobierno municipal. Fue inútil. A esa racha siguió otra, que hizo del secuestro y la extorsión una industria millonaria en la que de alguna manera solían estar implicados agentes federales.
“Todo quedó paralizado en la ciudad”, dice Carolina Montelongo, la directora del hospital veterinario de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. “Las campañas de esterilización se suspendieron porque cada vez era más riesgoso andar por las calles y se desconfiaba de las autoridades; los grupos de voluntarios norteamericanos dejaron de venir por miedo; el nivel de adopción de mascotas cayó casi a cero. La gente en ocasiones recogía perros de raza de las calles y los traía aquí al hospital, pero no podían cubrir las cuotas de recuperación que cobramos y entonces los soltaban en la calle. Las veterinarias, que era otro de los lugares a los que las personas solían llevar a sus perros o a los que se hallaban en las calles, también cerraron por la ola de secuestros y extorsiones. En 2008 operaban en la ciudad 180 clínicas veterinarias con registro. De ellas, casi la mitad dejó de operar y el resto lo hizo en clandestinidad o pagando cuota. Recuerdo una ocasión en la que llegó el representante de unos laboratorios
del D.F. Fue a una clínica junto con otra representante local y mientras estaban allí llegó un grupo de hombres armados a cobrar la cuota. No se las dieron y entonces dispararon ráfagas y luego rociaron gasolina para prender fuego, con todo y personas y animales dentro, pero por alguna razón no ardió. Las clínicas veterinarias se vieron muy afectadas, como todo. Y finalmente, en una etapa de crisis, las personas tienen prioridades y las mascotas no están entre ellas. Así que un problema que no era tan grave hace cuatro años nos estalla hoy con toda su crudeza. Lo vemos a pesar nuestro: hay perros muertos o deambulando por todas partes”.
La tarde en la que Montelongo abrió las puertas del hospital para ofrecer la entrevista, las jaulas donde guardan las mascotas estaban medianamente pobladas. Era día inhábil. Pero hubo meses, dice, en los que todos los días acudían decenas de personas con perros y gatos para tramitarles un certificado médico que les permitiera llevárselos al otro lado de la frontera. Muchos otros, miles, no tuvieron tiempo ni dinero para hacer lo mismo, y huyeron dejándolos a su suerte. Estos casos no se dieron en colonias marginadas o de las orillas de la ciudad. El abandono que señala ocurrió en zonas de nivel económicamente elevado.
Cada quien se fue como pudo y por razones diversas. Ricos y pobres. Dejando por igual mascotas como rastro de su huida.
Riberas del Siglo XXI es la calle que divide una de las nueve etapas de las que consta el fraccionamiento Riberas del Bravo, llamado así por erigirse justo a orillas del río Bravo, al oriente de Ciudad Juárez, donde principia el valle agrícola que produjo hasta 1970 algodón que competía en calidad con el egipcio.
La vocación agrícola terminó con la industrialización de la ciudad y con el tiempo afianzó su importancia como corredor de la droga, lo que explica en parte la causa por la que se convirtió en la zona con más asesinatos y secuestros per cápita del estado. La calle entonces es una suerte de puente que conecta al pasado con el presente: de un lado se extiende un pequeño sembradío de alfalfa y del otro hay una hilera interminable de casas abandonadas, sin ventanas ni puertas, cubiertas de grafiti y basura.
La clase gobernante presumió hasta 1999 un desarrollo sólido que le permitía contar con la menor tasa de desempleo del país, menor a medio punto porcentual, y una Población Económicamente Activa con promedio salarial de seis mínimos. Pero el modelo no aguantó los traspiés de la economía global, del que históricamente ha dependido.
La inauguración de Riberas del Bravo en 2005 es el ejemplo más tangible de la desgracia. Es el modelo residencial para la nueva generación de obreros, que ganan menos de tres mil pesos mensuales. Un bosque de trece mil rectángulos de concreto de 65 metros cuadrados cada uno, sin articulación con el resto de la mancha urbana ni espacios amables para niños y adolescentes.
El resultado de aquello fue una explosión criminal que ahuyentó a la mayoría de su población en menos de cuatro años. Una guía para comprender lo que pasa en fraccionamientos vecinos, erigidos uno tras otro durante quince años sobre una lengua desértica de diez kilómetros que perteneció a tres de las familias más ricas de la ciudad, y que hoy se conoce como “Juárez Nuevo”, que no es otra cosa que el Juárez de los inmigrantes pobres, el de los desechables, los que –ha dicho el derecho humanista Gustavo de la Rosa- no importa si mueren. La zona con el registro de más de la mitad de los homicidios de jóvenes cometidos desde 2008, a quienes las mismas autoridades vinculan sin evidencia judicial con venta de narcóticos, secuestros, extorsiones y asaltos. La zona, también, que hoy concentra la mayor cantidad de perros abandonados en la que Martínez dice haber recogido hasta 150 en un solo día.
“Son miles”, dice el director del antirrábico. “Muchos. No digamos que perros salvajes, pero sí perros que no pueden capturarse porque van de un lado a otro, cruzando por las casas que no tienen bardas ni delimitaciones; son perros que dejaron sus antiguos moradores o los albañiles que alguna vez trabajaron en la construcción de las viviendas. Entonces ahora, cuando algunas personas han vuelto a querer ocupar sus espacios, ellos están totalmente posesionados y es difícil sacarlos. Son un peligro real, una amenaza permanente a la salud humana”.
Para ser la primera semana de diciembre el sol es radiante y el clima templado, atípico. En la prensa, sin embargo, se publican noticias sobre el repunte de males respiratorios. Los pobladores no enferman por las temperaturas congelantes, sino por la polución. El municipio tiene un rezago de pavimentación del 60 por ciento de sus calles y una cuarta parte del año es inundado por tolvaneras. Los perros no sólo acrecientan la mala calidad del aire al morir y entrar en fase de descomposición. La dirección de Servicios Públicos Municipales ofreció un dato concreto en septiembre, cuando abordó el problema de salud generado por las jaurías. Cada tres días, dice Jorge Gutiérrez Casas, titular de la dependencia, excretan casi cuatro toneladas, lo que incide en alergias y resfriados.
Pero los perros están dejando algo más que pulgas, garrapatas, sarna y mierda. Dejan desesperanza.
A comienzos de septiembre, Bárbara Quintana, una estudiante de Turismo en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, recibió una llamada urgente de su tía. Le dijo que muy cerca de su casa, en el fraccionamiento Oasis, se hallaba un perro enorme con una de sus patas mutiladas. Bárbara, que lleva desde su adolescencia recogiendo perros desamparados, sufrió un shock cuando llegó para auxiliar al animal.
“Fue más feo de lo que pensé”, dice sin reponerse aún del impacto, tres meses después. “El perro tenía mordidas por el cuello y la pata izquierda arrancada casi desde el nacimiento; le colgaban jirones de piel. Era tanto su dolor que nunca opuso resistencia. Pude acercármele y acariciarlo antes de aplicarle una inyección para sedarlo”.
El perro, de unos veinte kilos, era una cruza de shar pei con labrador. Había llegado a las puertas de una casa vecina de madrugada, en silencio. Ni siquiera lloraba. Para el momento en que la estudiante llegó, llevaba dos días herido. No murió desangrado porque al ser arrojado por sus victimarios la tierra formó un tapón en el muñón que contuvo la hemorragia, explicaría más tarde el veterinario que lo atendió. El caso tuvo una repercusión mediática después de que Bárbara colgó fotografías en Facebook, en parte también para reprochar a las organizaciones civiles su falta de compromiso. Las había buscado, dijo, y nadie atendió su llamado.
El impacto fue inmediato. Los diarios y televisoras locales siguieron durante días el caso y se abrió una cuenta para recibir donaciones para las curaciones del perro, pero el veterinario y la estudiante pensaron que ubicar con exactitud la clínica donde se le atendía era peligroso y desecharon la oferta. La teoría de ambos es que el animal había sido lastimado en una pelea clandestina, lo que inevitablemente los colocaba frente a la corrupción y el crimen. Un callejón sin salida.
“Eso es sinónimo de mafia”, dice Quintana. “Lo he visto todos estos años en las inmediaciones del parque de mi casa. Ahí se organizan peleas de perros, pasa la (policía) federal y no interviene. Eso me ha dejado claro el grado de colusión, pero también el tipo de personas que se encuentra detrás de este crimen. Si no hay intervención es porque hay dinero, y eso es delincuencia organizada”.
La crueldad hacia los animales tiene más de una forma, y en esta ciudad parece que todas se han puesto en práctica los años recientes. La estudiante de turismo pensó de inicio que el shar pei había sido mutilado por humanos, porque existen antecedentes de ello. Juan Martínez, el director del antirrábico, por ejemplo, supo de un caso reciente. “Se trató de un perro al que unos señores narcotraficantes tomaron para ensayar cómo mutilar a la gente. Pero lo terrible, si acaso hay algo peor que esto, es que he visto videos de niños que juegan a colgar perros vivos o que juegan con gatos hasta matarlos… La manera en cómo tratamos a nuestros animales es reflejo de nuestra educación, de salud social”.
Bárbara ha ido al parque cercano a su casa para recoger perros abandonados. Uno de los perros que rescató fue un pastor alemán de nueve meses. Lo tenía en casa mientras libraba el drama del shar pei. Una mañana el pastor descansaba echado frente a su casa cuando unos sujetos lo arrollaron intencionalmente con su troca. No lo mataron, pero le destrozaron la columna. El mismo día, también, otra vecina le avisó que un cachorro de gato que había regalado la noche previa estaba tirado a media cuadra, sin vida y ensangrentado.
“Son cosas que no puedes explicarte, sino es por el grado de descomposición social que tenemos”, dice incrédula. “Hace unos días manejaba a mi casa cuando en un semáforo vi que una señora que iba con sus niños en una camioneta aventó un gato en un lote baldío. ¡Es lo que enseña a sus hijos! Si estorba el animal, mátalo o tíralo”.
Esa parece la gran lección de los años violentos, en las que cada asesinato se trasmitió en vivo por las televisoras y se destacó en imágenes de plana entera en los diarios. La muerte se convirtió en un espectáculo masivo, con infantes acompañados por adultos en cada escena de crimen, sin nadie que les diera explicación de lo que ello implicaba.
El último día de noviembre, en Parajes de San Isidro, uno de los fraccionamientos del Juárez Nuevo, unos diez niños persiguieron hasta cazar un cachorro de gato. Le ataron un lazo al cuello y giraron su cuerpo varias veces hasta dejarlo colgado en cables de alta tensión. Lo dejaron en paz porque lo dieron por muerto.
“Todo ello es reflejo de una sociedad enferma”, dice Alma Morfín, la presidenta de Aprodea. “El último caso que me tocó atender fue en julio, cuando un señor colgó a un perrito en la barda de su casa y lo mató a martillazos. No hubo razón alguna para hacer tal cosa, pero lo hizo. Hemos presionado para que se le castigue, pero lamentable la ley es muy lenta, no se aplica. Hay muchas peleas de perros, asesinatos clandestinos en los que se inflige mucho dolor antes de matarlos a palos, a golpes. Acabamos de recoger un par de perritos al que unos niños traían como pelotas de futbol, a patadas. Es claro que ahí faltan valores, educación por parte de los padres, porque en este caso no hubo quién llamara la atención de los menores, pese a que los animales estaban muy dolidos, muy golpeados. Hay mucha crueldad estándar también, casos en los que dejan a las mascotas sin comer ni beber agua hasta que mueren”.
“No existe otra explicación que la del aprendizaje por acción directa”, dice Sergio Rueda, vicepresidente de la Fundación Internacional para la Investigación de la Naturaleza del Hombre. “El niño aprende el modelo del hogar y del entorno inmediato que existe fuera de casa. Si el niño observa violencia aprende modelos de crueldad. El consciente biológico del ser humano se genera entre los cinco y ocho años, y lo que se ve, si resumimos en una frase, es la canalización del estrés familiar y social contra las mascotas”.
Perla de la Rosa, la actriz y activista en pro de los animales, está sentada en las escaleras exteriores de su casa, rodeada por ocho perros que ha recogido de la calle recientemente. Batalla para hallarles hogares sustitutos. Ya nadie quiere, por falta de dinero o interés, adoptarlos. Habla de la ausencia de políticas públicas para el control de los animales callejeros, que es característica de un país pobre, dice.
“El perro en la calle siempre ha existido, pero en una ciudad como la nuestra (y esto seguramente ocurre en otras ciudades igualmente castigadas) se agudizó por el impacto de la violencia masiva. Tú ves una sociedad, el grado de madurez que tiene, en el trato a los animales. Este sadismo que muestran los niños debe decirnos mucho, porque muchos de ellos serán iguales cuando sean adultos. Hay muchos argumentos para decirle a nuestros gobiernos que dentro de sus prioridades de salud pública debe estar el control de las mascotas… Entre las víctimas de estos años deben contarse también a los perros”.
El cuerpo inflado del perro de septiembre, a las afueras del súper de la Zona Dorada, fue retirado dos días después, cuando finalmente estalló. Los empleados municipales dijeron que nadie llamó hasta esa mañana, cuando visualmente fue insoportable. Nada sorprendente. Al inicio de la jornada llevaban cinco vueltas similares a otros puntos de la ciudad. Los cuerpos que levantan generalmente tienen una semana tendidos en la vía pública, dicen. Rodeados de indolencia, como ornamentos de panteón.