A mediados de julio pasado falleció el compositor de música norteña Julián Garza en Monterrey, Nuevo León. El siguiente reportaje incluye una de las últimas entrevistas que concedió a la prensa.
Ignacio Alvarado
Hace unos treinta años, los hermanos Luis y Julián Garza tocaban ante unas dos mil personas en un ejido llamado Amaro, en Doctor Arroyo, Nuevo León. Súbitamente, dos hombres desenfundaron sus armas para agarrarse a balazos. La mala puntería o la borrachera de ambos los hizo salir ilesos, pero uno de los proyectiles dejó malherido a un niño de diez años. Julián Garza quiso suspender el baile, que congregaba a casi la tercera parte de los habitantes del municipio. Sin embargo, el policía que los contrató -“un hijo de la chingada bien mamado”- los obligó a continuar. “¡Aquí nadie le para, síganle cabrones que ya firmaron contrato!”, les dijo. El legendario dueto de la música norteña no tuvo alternativa: tocaron hasta la madrugada con el menor desangrándose al lado del escenario, porque la madre los esperó para rogarles que la trasladaran junto con su hijo a cualquier ciudad próxima. “Era un ejido tan pedorro que ni doctor tenía”, recuerda Julián. Los músicos debían llegar temprano a Reynosa, donde tocarían la noche siguiente. Ninguno quiso tomar el riesgo de llevarse al niño, por miedo a que se les muriera en el trayecto. Optaron por darle dinero a la señora y salieron sin perder tiempo de aquel lugar. “Luis era muy tragón y me dijo al terminar el baile que buscáramos algo para cenar. ¡Qué chingados vamos a buscar! Vámonos antes que nos busque un cabrón de esos y nos ponga a tocar toda la semana con la pistola en la mano”. Julián Garza había compuesto para entonces algunos clásicos del corrido como Las tres tumbas, Nomás las mujeres quedan y La venganza de María, que son la síntesis de sucesos criminales en los que el desagravio y el asesinato adquieren connotación heroica y subrayan el implacable temperamento de mujeres y hombres que no se andan por las ramas. En los pueblitos del norte siempre ha corrido la sangre, sentencia Garza en Pistoleros famosos, del que Mario y Fernando Almada hicieron película. Ese ánimo violento volvió a Luis y Julián expertos en tirarse pecho tierra para esquivar las balas y en lidiar con matones que exigían una y otra vez la misma canción. Aquella violencia era parte del espectáculo y nunca los asustó al grado de pensar en el retiro. Por el contrario, los bailes les prodigaban dinero, mujeres e historias que inspiraban el material de discos que, en su caso, sirvieron a su vez para producir cuarenta largometrajes. Pero el ciclo de esa industria iba a terminar por una contradicción impensable no sólo para el dueto, sino para el resto de los músicos de su generación: una nueva era de violencia en la que autoridades, caciques y criminales dejaron de ser tolerantes para volverse una amenaza real.
Luis y Julián desaparecieron como dueto en 2003. Cada uno siguió con su carrera por separado. Julián, el mayor de los dos, compositor y cantante principal, había grabado años atrás una de sus piezas más representativas, Era cabrón el viejo, la historia ficticia de un sembrador de mariguana que se bate a tiros con militares después de ser delatado por su compadre. Se le ocurrió una mañana que vio bajar del cerro a un jinete, mientras caminaba por el jardín de su casa, que construyó en las orillas de Guadalupe. El cuento tiene un par de diálogos, y en el más decisivo de ellos dice: van a saber estos batos, quién es el viejo Paulino. Sus seguidores comenzaron a llamarlo así, El viejo Paulino. Algunas de sus letras más famosas son inventadas, dice Julián. Otras son historias que le cuentan en los lugares donde ha tocado o que lee en la prensa, como el accidente que terminó con el arresto de Héctor Luis El Güero Palma Salazar. Tras ese corrido de mediados de los noventas subieron sus bonos en Jalisco, Nayarit, Sonora y Sinaloa. Es un hecho que tocó para muchos narcos de esas y otras entidades del país, pero prefiere no hablar de ello. Sólo cuenta de una tocada que pagó uno de los hermanos de Palma Salazar. “No te metas con el narco porque no sabes cómo te puede ir. Mejor agarra los temas del campo, tragedias que suceden en los pueblos, en los ranchos”, dice mientras bebe agua y se reclina en el sillón ejecutivo que tiene en un amplio privado dentro de su misma residencia, con libreros de madera empotrada, equipales para las visitas y paredes tapizadas con fotografías y afiches de sus películas en los que invariablemente hay cuernos de chivo, sujetos con sombrero o carros estallando en llamas. Son la referencia a una época en la que, dice Julián, se exaltaba la valentía de las mujeres o lo bragado de los hombres, no al traficante en sí. “Cuando me inicié como compositor (1971) salió el corrido de Chito Cano y yo dije: tengo qué hacer un corrido mejor que ese. Claro que nunca lo logré, pero lo intenté”, ejemplifica entre tosidos. Esa noche está en pijamas y se protege del frío con una bata de lana gruesa. Por el pecho asoma un parche de gasa. Está enfermo. Lleva meses en tratamiento por un incipiente cáncer de médula que ya casi destierra tomando veneno de alacrán azul que compra en Cuba. En 2010 murió su hermano Luis, quien era diabético. A sus 78 años Julián se ve fuerte, con su 1.85 de estatura y más de cien kilos de peso. Sin embargo decidió dejar la música a un lado. En diciembre ofreció el que asegura fue su último concierto y hace dos años que no escribe una sola palabra. El amo del corrido dice que los tiempos para ello terminaron por la inseguridad. “Yo ya no manejo en tu colchón. Si no le agrada a un cabrón de esos lo que hiciste… No, ya ves cómo anda el agua. Así que ya no me meto”.
En junio de 2010 uno de sus grandes amigos, Sergio Vega, El Shaka, fue asesinado por hombres armados que lo interceptaron de noche en la carretera federal México-Nogales. Se dirigía a un concierto. Conducía su camioneta Cadillac en pijamas, en compañía de otra persona que pudo escapar perdiéndose en la oscuridad. Casi un año antes, en septiembre de 2009, Vega había sido detenido por agentes federales. Lo llevaron de Monterrey a la ciudad de México en avión para interrogarlo en las oficinas centrales de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada. Las autoridades querían saber si estaba relacionado con cuatro presuntos miembros del cártel del Golfo que fueron sorprendidos por militares en un privado del Far West Rodeo, donde el cantante ofrecía un concierto. Vega adoptó el sobrenombre de Shaka por un jefe tribal Zulú que consolidó la fuerza guerrera más poderosa del África de comienzos del siglo XIX. Por alguna razón se identificó con ese líder poderoso y desafiante. Lo cierto es que desde el arresto (del que fue liberado a las pocas horas) vivió atemorizado. Julián Garza fue testigo de la tensión que lo envolvió esa última etapa de su vida. “Un día estábamos en un evento y le mandé hablar y no vino, no llegó -cuenta. Volví a llamarlo: ¿Qué pasó Sergio?, ya iba a ir a buscarte. Y él: Tengo miedo. Por teléfono me están acalambrando. A cada rato me dicen: tú sigues. Así me traen. Tengo mucho miedo, por eso no fui”. A los 40 años que tenía al morir, Vega era uno de los cantantes de música norteña más solicitados, sobre todo en el noroeste. Había alcanzado éxito en Estados Unidos, país al que se le tenía prohibido ingresar. Por eso no se refugió allá, como han hecho muchos otros músicos de renombre envueltos en escándalos criminales, como Ramón Ayala o Lupe Tijerina, el cofundador de Los Cadetes de Linares. Ambos fueron detenidos por infantes de Marina que irrumpieron a tiros en una fiesta organizada en Tepoztlán por Edgar Valdez Villareal, La Barbie, en diciembre de 2009. La PGR sacó a relucir que tanto Ayala como Tijerina, así como otras leyendas de la música norteña, solían amenizar para narcotraficantes como Arturo Beltrán Leyva, quien se hacía llamar Jefe de jefes. Beltrán fue abatido por infantes de Marina en Cuernavaca pocos días después de la fiesta en Tepoztlán. Las autoridades buscaron abrir juicio a los músicos, acusándolos de pertenecer a la organización del capo, pero debieron dejarlos en libertad al no acreditar dicha relación. La detención, como sea, abrió la grieta que terminaría por derrumbar esa industria musical.
Ramón Ayala es, junto con Los Tigres del Norte, el hombre sobre el cuál se ha sostenido por décadas el negocio de la música norteña. Pero a diferencia de los hermanos Hernández, Ayala es respetado como músico y compositor. Al lado de Cornelio Reyna formó en la década de los sesenta uno de los duetos más influyentes del género, Los Relámpagos del Norte. Llevados de la mano de Servando Cano, entonces un aprendiz de promotor, sacaron la música del circuito de cantinas al que históricamente se le había confinado, y fueron los primeros en organizar presentaciones tumultuosas en las que también, por vez primera, se cobraba. Los Relámpagos se disolvieron al comenzar la década de los setenta. Cornelio emprendió una carrera fulgurante, que lo llevó a estelarizar películas junto con Vicente Fernández y Lorenzo de Monteclaro. Ellos eran los nuevos reyes de la música popular mexicana que impulsaba la televisión. Por su parte, Ramón Ayala formó Los Bravos del Norte y aunque más lento, terminó por consolidar una trayectoria más notable que la de su antiguo socio. Si bien al comienzo de la era de Los Bravos del Norte tocó algunos corridos de narcos, la fama le llegó por canciones sobre el desamor, como Tragos de amargo licor o Qué casualidad. Ayala es además el único norteño que ostenta un récord guiness: cincuenta estaciones de radio enlazadas en Estados Unidos para tocar su música durante setenta y dos horas ininterrumpidas. Conocido como El Rey del Acordeón, él y su grupo eran los que más fechas cubrían tanto en México como en Estados Unidos, con un promedio de cinco presentaciones semanales. Lo mismo que Luis y Julián, Los Bravos del Norte tocaban en casi cualquier ejido y pueblo. Fueron, en más de un sentido, el buque insignia en las traicioneras aguas de la escena nacional. En diciembre de 2010, un año después de obtener su libertad, Ramón Ayala fue abordado por periodistas que lo buscaron en Hidalgo, Texas, la ciudad fronteriza con Reynosa, donde reside desde hace años. Les dijo que no pensaba en el retiro, si bien sus conciertos en México no volverían a realizarse. A cambio se encerraría en los estudios para grabar diez discos de un jalón, con la idea fija de dejar un legado musical mucho más amplio del que ya tiene. “Como pionero de la música norteña tengo bien definido que no me puedo retirar ni me retiraré de la música. Ni siquiera tengo permitido morirme arriba del escenario, porque si lo hiciera, el público me pediría que siga cantando. Tampoco puedo hacerlo porque junto a mí trabaja mucha gente de la que dependen unas 30 familias. Por eso es que he reflexionado en la necesidad de grabar esos álbumes a partir de enero, para que cuando ya no haya voz tengamos materiales y así a partir del 2011 sacar un disco por año”, declaró. Ayala puede darse el lujo de no tocar en el país, igual que un selecto número de grupos. Esa ausencia, sin embargo, dejó a la deriva a todas las otras agrupaciones.
“La música norteña se encuentra en un gran bache. Seguirá como referente cultural, desde luego, pero ahorita está en una grave crisis porque no hay un líder”, dice sobre ello el promotor musical Roberto Morales. En su pequeña oficina de Remex Music, en el centro de San Nicolás de los Garza, Morales tiene sobre el escritorio un poster promocional de El Pelón del Microphone, uno de los máximos representantes de la música Tribal, una corriente urbana que fusiona tecno, norteño y algo de cumbia. Este año lanzaron Cumbia tribalera, el sencillo en el que se involucraron dos de las agrupaciones importantes de esa firma, Violento y Banda la Trakalosa. Morales sabe que la Tribal es moda pasajera, pero debió involucrar en ella a Violento, la única apuesta sólida de norteño que producen. La razón es simple: hay que montarse en otra ola mientras la violencia cesa y permite el regreso de los reyes del género. Algo que, para ser honestos, es poco probable. “La violencia llegó a transformar todo en este sentido: más que nada estas gentes son las que hacen ahora los eventos y a veces te contratan y te dicen: Esto es lo que toca. Y hablo de bailes públicos. Entonces, aquí con nosotros y todos los representantes que hay, lo que hacemos es a veces no presentar al grupo o no hacer el evento”. Por “estas gentes”, Morales se refiere a los criminales, a los narcos y homicidas emergentes. Lo que básicamente pasó estos últimos años, es que los empresarios tradicionales en estados como Michoacán, Chihuahua, Durango, Tamaulipas o Guerrero, fueron desplazados por grupos delictivos. Eso es lo que hay detrás de homicidios como el de Valentín Elizalde, ocurrido en noviembre de 2006 en Reynosa. El hombre se negó a tocar en un concierto privado en Matamoros, y semanas más tarde aceptó contratarse como figura principal en el Palenque en la ciudad vecina. Si la negativa hubiera ocurrido con un empresario tradicional otra hubiera sido la suerte. Pero no fue así. Los nuevos narcos no perdonan. Es lo que dicen los promotores de Monterrey o San Nicolás. Entonces, agrega Morales, “por eso han bajado los conciertos y los bailes”. El grupo más importante al que Remex Music promueve es Pesado, considerado el último gran representante de música norteña que opera en la actualidad. Pesado tocará la noche siguiente en una fiesta privada en Reynosa. Su representante, Víctor Pérez, dice que la presentación es tan privada que no puede invitarse a nadie que no sea del conjunto. “Las cosas están que arden”, resume. Si Pesado quiere realizar un baile público en cualquier ciudad o pueblo de Tamaulipas, “estas gentes” exigen un pago de hasta cien mil pesos, dice Morales. Lo que ello provocó es que desde 2009 se han cancelado treinta por ciento de las presentaciones de los músicos que promueve o representa su casa editora. “También Michoacán está parado. Los que suelen tocar son grupos locales y si alguna agrupación va y se presenta, llega hasta Morelia, nada más. Y aún así la gente que está metida en esto, son quienes hacen los eventos. Ya no son los empresarios de antes. Ya ellos se metieron ahí y ellos son los que hacen las cosas”.
A unas cuadras de distancia, en el mismo centro de San Nicolás, la música proveniente de la parte trasera de una casa rompe la quietud del vecindario. Es el local de Promociones Artísticas Brisa Musical, y el conjunto que ensaya se llama Relampaguitos, en honor a Los Relámpagos del Norte, de Cornelio y Ramón. El vocalista tiene la misma tesitura que Cornelio y el acordeón suena igual al de Ramón. Para cualquiera que no sea conocedor, pasarían como los originales. Los cuatro miembros del grupo, dice César Herrera, el presidente de Brisa Musical, son la promesa, la banda con la que pretenden el resurgimiento de la industria. “Se ocupa renovar, porque creo que hay gente nueva que indiscutiblemente está captando lo que va saliendo; entonces puedes seguir con tu música norteña pero renovada, no que sea tan vieja, como la que en otros tiempos funcionaba para la cerveza, para la cantina”, explica. Puede que tenga razón, pero los muchachos no han dejado el circuito de bodas y quince años. Es posible que la suerte les cambie cuando aparezca su primer disco y porque Herrera, aunque joven, es un connotado manejador de estrellas como Alicia Villarreal, El Poder del Norte y Celso Piña. Aunque no todo es cuestión de malas o buenas copias de las leyendas musicales, o habilidad para vender como nuevo lo que no es. El problema principal radica en que los pilares de la industria están colapsando sin que nadie los supla, y en ese gran derrumbe pesa como nunca el crimen y la violencia. El miedo es la razón por la que muy pocos se aventuran en giras y los músicos nuevos no pueden, por lo tanto, hacerse de trayectoria. Se trabaja lo que se puede para sobrevivir porque, como dice Morales, de Remex Music, cualquier contrato entraña grandes riesgos. “Uno pone las fechas, las giras, pero detrás de eso no sabes si la gente es buena o es mala”, detalla César Herrera. “Entonces el artista va también con el pensamiento de si estando allí no pasará algo. Y esto afecta mucho, tanto a los artistas como a los empresarios”.
Los músicos no siempre se sintieron amenazados. Hasta cierto punto puede decirse que era todo lo contrario, se sentían protegidos por los narcos. El escritor Guillermo Berrones rememora una anécdota que solía contarle Miguel Luna Franco, director musical del dueto El Palomo y El Gorrión, intérpretes de clásicos como Ingratos ojos míos y el Pávino návido. “El Gorrión había perdido un ojo desde niño, y alguna ocasión me contó que El Mayo Zambada, de quien era compadre, le ofreció pagarle una operación. Pero él nunca aceptó”. En 1997 Luna Franco fue candidato a diputado por el PAN, pero la fama no le alcanzó para ganarla. Murió en agosto de 2010. Berrones, un erudito de la música norteña y compilador de las doscientas composiciones que comprende El Viejo Paulino, poética popular de Julián Garza, habla de la relación que siempre han tenido agrupaciones como Ramón Ayala, Los Tigres del Norte, Los Cadetes de Linares, El Palomo y El Gorrión y el mismo Julián Garza con los personajes que a través de los años las autoridades señalan como capos. “Miguel solía contar que tocó una semana contratado por El Chapo, y también que cuando se estaba divorciando tocó por dos millones de pesos en una fiesta privada en Acapulco. Eso no es ningún secreto”, dice el escritor. Todo ello se derrumbó en este sexenio, cuando esa vieja estructura criminal fue demoliéndose y dio paso a nuevas entidades criminales. Y el arresto de Ramón Ayala y Lupe Tijerina fue la señal de que ese mundo se había transformado.
El Pilos Bar está a reventar la noche de ese miércoles. Es el día para que los aficionados a la música norteña suban al estrado a tocar o cantar. Aficionado, sin embargo, no es lo más correcto para llamar a los atrevidos, así sean hombres de corbata o jóvenes de tenis y camisetas guangas de basquetbolista. La mayoría son virtuosos del acordeón y el tololoche, o cantantes excepcionales que entonan con maestría canciones de Los Alegres de Terán o Los Gorriones de Topochico. El Pilos es el último santuario para todos ellos que existe en el norte. Opera en el centro de Guadalupe desde 1955. En la década de los setenta solían presentarse Carlos y José por 900 pesos, Luis y Julián o Lalo Mora por 700. Lupillo Rivera lo eligió en 2007 para grabar el video del cover que hizo a Borracho y dos años más tarde, en medio del derrumbe, Pesado rentó el bar para grabar allí Desde la Cantina, el disco doble que congregó a monstruos sagrados como Eliseo Robles y Lorenzo de Monteclaro con quienes recreó clásicos norteños. Es el último bombazo de ventas que registra la industria. “Es una lástima lo que se afectó con tanta inseguridad, pero en verdad creo que la música norteña va a resurgir porque es parte de nuestra identidad, de nuestra cultura”, dice Pilo Elizondo, el propietario del bar. Él mismo suele tocar piezas con su acordeón. Fue pupilo de Ramón Ayala, con quien aparece en una de muchas fotografías y mantas que cuelgan de las paredes del local. Elizondo evoca grandezas de sus ídolos, cuyas composiciones llegó a escuchar con orquesta en hoteles cinco estrellas de la capital mexicana, como Lámpara sin luz, de Pedro Yerena. Cuatro décadas atrás, el área metropolitana de Monterrey, igual que Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros o Torreón estaba llena de lugares como el Pilos Bar y cientos de músicos se aventuraban en ellas con la misma intensidad de los roqueros ingleses y norteamericanos en los pubs. “El punto es que ya no hay rockstars norteños”, dice Julián Garza. “Y cuando no hay mucho talento sino imitadores, y con toda esta violencia… Pues así no: esto como que ya se acabó por un buen rato”.