Carta a Luis, un periodista que se negó el silencio

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Estimado Luis:

Es cierto lo que has escrito. Cuando estás con tus captores, ellos te escupen, te golpean, te interrogan, te dicen que te van a cortar las manos, que eres un pendejo periodista jugando al héroe. Y te orinan, te amenazan con matar a tu familia, te patean la cabeza, se suben a tu espalda y te dicen que no grites. Que no grites.

Es cierto. Tú sabes de sobra todo cuanto has dicho, porque lo has sobrevivido. Cuando ellos,  los chingones, te ponen el torniquete “para que sepas qué se siente morir asfixiado”, apagan sus cigarros en tu cuerpo, te queman los testículos, te ponen las armas en el ano o te dicen que te volarán los sesos, tu mente ya sólo está pensando en tus hijos, en tu mujer, en lo que van a sufrir por no encontrarte.

-La muerte es sencilla –nos explicas a todos– sólo se apaga la luz. El martirio antes de llegar a ella es lo que está de la chingada.

Por eso, quienes lo hemos escuchado unimos nuestra rabia, ese enojo que nos ha convocado, nuestra impotencia de periodistas de un país sin justicia para los nuestros, y nos miramos a los ojos, a las lágrimas: vemos ese miedo que nos refleja a todos, tan común entre nosotros por estos días. En México hay una cacería y los periodistas somos la presa, como dice Marcela.

Por eso nos retumban tus palabras: “exijamos al Estado que nos regrese nuestro derecho a informar sin ser agredidos, porque es del Estado de donde vienen los ataques. De ninguna otra parte, sino del Estado, que no controla sus fuerzas criminales. Porque ya es muy fácil matar a un periodista, porque ya es muy fácil enlodar la vida de un reportero, porque ya es tan fácil que la impunidad gobierne”.

Nos retumban tus palabras, como nos retumban las de Regina. Esas que quedaron como prueba: “ahora yo vivo el peor clima de terror, cierro con llave toda la casa, no duermo y salgo a la calle viendo a un lado y otro para ver si no hay peligro”.

Y las palabras de Raymundo, que a mi, estimado tocayo, se me clavan como una navaja afilada en lo hondo del coraje, en la célula primigenia de la desesperación, en el ¡Ya basta! que vengo a gritar: “soy una víctima de esa guerra, un sobreviviente y por eso puedo contarles esto. Tuve mucha suerte. Muchos que han vivido situaciones similares, como Goyo, ya nunca regresaron”.

Son sólo palabras, Luis. Palabras de periodistas. Las palabras que a unos les arrebataron, como te las quisieron arrebatar a ti. Esas que en México parecen ser peores que los crímenes que denuncian. Palabras. Esas sin las cuales somos nada. Las que defendemos nosotros esta tarde porque, como anotara Paz, “el hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo”.

Siento, como tú, como todos ustedes, un espeluzno incontrolable al escuchar los nombres de aquellos de nosotros que no la han librado. Los que esperan justicia. ¿Y si hubiera sido yo? ¿Qué habría sido de mi familia?

Coincidimos entonces: sin justicia para nuestros asesinados y sin un marco de libertades democráticas plenas para el ejercicio del periodismo libre, México no será jamás una verdadera democracia. Porque democracia con sangre es pura farsa.

Y ya no estamos solos en nuestra coincidencia, Luis. Se han ido sumando muchos en estos años. Pocos todavía para tantos que somos, déjame decirte, pero ya bastantes para quienes somos. Ególatras, indiferentes, carroñeros, mezquinos, corruptos, amantes más del dinero y el poder que del periodismo, pero aquí estamos. Los Prensa vendida cuéntanos bien. Y de puntos tan opuestos que ni te la crees. Ahí están los de radio, de tele, de escritos, de digitales, de todas las fuentes, de todas las generaciones. Los que no le tienen miedo al castigo y los que han ido aún temiéndole. Las embarazadas, las divorciadas, los desempleados, los que cobran su chayo y los que se aparecen nomás para la foto. Periodistas, tocayo, periodistas como tú y como yo, que atendieron el llamado: aquí estamos luchando todos contra el mismo silencio. Ahí la llevamos.

“No es justo que los periodistas mueran por hacer su labor”, nos dice Elena Poniatowska, menuda, solidaria y generosa. Nos arropa con su presencia y nos habla de Regina. En el ambiente hay indignación, ¿sabes Luis?. Quienes la escuchamos sentimos que su abrazo, impagable, necesario, es también una señal de rumbo: la maestra coincide contigo, Luis, “debemos luchar ahora, porque no siga nadie más”.

En Tamaulipas, en Coahuila, en Guerrero, en Michoacán, en Veracruz, los colegas no pueden siquiera salir a reportear. Los tienen amarrados de manos y miedo, y nosotros, que lo sabemos, creemos que nos toca a los demás salir a gritarlo, para que la zona oscura no se extienda, para que no nos atrape a todos.

Y es bueno, Luis. De veras que es bueno. Nos abrazamos con tanto cariño al vernos, que la concentración, como otras veces, acaba en romería. También eso somos, qué le vamos a hacer. Pero convocamos nuestros recuerdos para que el objetivo principal no se nos olvide: el dolor nos ha tocado.

Veinte de los nuestros han desaparecido en lo que va del siglo. Un total de 88 han sido asesinados en ese mismo lapso y 10 de ellos, ¡DIEZ, maldita sea! en una sola entidad. Veracruz, la tierra de Javier Duarte, cuyos agravios cobrará caro la historia a su debido tiempo, Luis. A su debido tiempo.

El domingo, a la concentración en el Ángel, los colegas del estado de México llegan con un ataúd. Negro. Brillante. Metálico. Y en ese ataúd colocan la imagen de Gregorio, nuestro compa veracruzano caído hace unas semanas. Es el ataúd contra el silencio, Luis. Contra el cochino silencio.

Lo gritan las mujeres con sus carteles. Las pancartas con los rostros de nuestros muertos, también lo gritan. Los manteles de las tejedoras que hilan relatos de injusticias. Las voces de centenares de jóvenes muchachos todavía estudiantes o ya insertos en nuestro gremio, que ya no tienen miedo, ni duda: lo gritan.

Salimos a la calle, Luis, en 22 ciudades del país, periodistas organizados, convencidos, movilizados por esa fuerza aglutinadora que es el dolor.

Por eso suscribimos, con todas sus letras, cada una de las demandas que se escuchan en las bocinas colocadas a los pies del Ángel de la Independencia, donde mil 300, quizá mil 500 seres estamos hacinados, ahora sí que hombro con hombro:

1.- Que el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, garantice las condiciones para el ejercicio de la libre expresión en México, y que instrumente una estrategia especial para proteger la integridad física de los trabajadores de los medios de comunicación en todo el país. Empezando por Veracruz.

2.- Que la Procuraduría General de la República, a través de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos en contra de la Libertad de Expresión, amplíe y profundice las investigaciones relacionadas con el asesinato de Gregorio Jiménez de la Cruz, y que solicite la incompetencia del juez local para que el caso sea asumido por un juez federal.

3.- Que los órganos del Estado, como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, rindan cuentas de su desempeño, pues han dispuesto de recursos millonarios pero la vida de cientos de periodistas sigue amenazada. -Que trabajen, pues. O que se larguen-.

4.- Que la Comisión Especial para Atender Agresiones contra Periodistas del Senado de la República cumpla con su responsabilidad y cite a comparecer al procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, y al encargado de despacho de la Procuraduría General de Justicia de Veracruz, Luis Ángel Bravo, para que expliquen los avances en las investigaciones respecto a los asesinatos de periodistas en Veracruz.

5.- Que el gobierno de Veracruz garantice la seguridad de los periodistas que se han manifestado en solidaridad con Gregorio Jiménez; que cesen las presiones a los medios de comunicación y no se utilicen los convenios publicitarios como elemento de censura ni para premiar coberturas favorables en la prensa estatal y, por último, que se establezca un fondo que garantice pensiones para los dependientes económicos de los periodistas asesinados y se pague la educación de los menores de edad hasta el nivel superior, ya que el asesinato de periodistas se debe a la impunidad y a la falta de garantías para ejercer el periodismo.

Ahí reunidos, querido colega, a todos nos comenzaron las preguntas: ¿A quiénes les conviene nuestro silencio absoluto? ¿Quién lo promueve?¿Quién tiene el poder de silenciar entidades completas? ¿Dónde está la sociedad agraviada por ese silencio? ¿Qué tiene que decir todo un gremio de profesionales ante el brutal, antidemocrático espectro en que debe realizar su labor?

Y creo, en el fondo, que es precisamente eso lo que no querían que ocurriera, quienes tanto nos odian. Que dialogáramos entre nosotros. Que confluyéramos y dialogáramos.

Buen saldo entonces, ¿no? Los periodistas mexicanos tenemos ya una red casi nacional de comunicación, que además nos une. Nos alerta, nos aglutina. Y entre sus primeros resultados está una histórica comitiva que, por primera vez en nuestra historia gremial, fue a una entidad a indagar los indicios del crimen de uno de los suyos, de Goyo, cuyo asesinato intentaron  diluir en la penumbra del “asunto personal”. Fueron, preguntaron, revisaron el expediente, hablaron con los colegas, los familiares y obligaron a la autoridad a recular: no fue un crimen personal. Y si lo fue, una investigación que se toma diez minutos para concluirlo es una verdadera burla.

Así están las cosas, estimado Luis. Movidas, como podrás notar. Yo te escribía nomás para decirte que te respeto y que la valentía de tu testimonio, en un momento en que lo necesitábamos tanto, me hizo pensar muchas horas.

Perdona la exhibición pública, pero no te conozco. Espero algún día abrazarte con respeto. Yo ando aquí, en la capital del país, pensando como muchos otros en los siguientes pasos que nos ayuden a todos los periodistas a salvarnos del odio y de la impunidad.

Como dicen los muchachos: a lo mejor hay que crear un memorial con las historias de nuestros caídos, o reportear sus muertes hasta descubrir la verdad, dar con los asesinos, sentar a las autoridades a hacer su chamba y terminar de una buena vez con este infierno. O a lo mejor lo que sigue es sumar a los colegas de todos los estados, fortalecer lo que ya avanzamos, cimentar un futuro gremial diferente, donde el Estado nos respete y entienda que no estamos en contra de las instituciones, sino en contra de los incompetentes que con su indolencia o contubernio permiten u ordenan nuestros asesinatos.

A ver que sigue, Luis. A ver qué cosa sigue.

Por lo pronto, este domingo en las escalinatas del Ángel, en medio del borlote, los muchachos colocaron los rostros de cada uno de nuestros compañeros asesinados y eso fue un trancazo, Luis, un golpe demoledor para todos nosotros.

En cada uno de esos rostros, en cada mirada en blanco y negro de nuestros colegas asesinados en total impunidad, nos transmiten valor, coraje y una súplica: que no se nos olviden sus crímenes. Que jamás se nos olviden.


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