Viaje al interior de un albergue para niños migrantes / EU / Ana Cristina ramos

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Ana Cristina Ramos / diario19.com
Texto forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations.

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La “crisis humanitaria” de niños que viajan solos al norte es una historia que no ha terminado. Hay miles de niños que pasarán un tiempo albergados en ese país. El 70% de ellos se reunirán con sus familias. Esta es la crónica de la visita a uno de estos sitios, la bienvenida al purgatorio migrante que es Estados Unidos.

 

Cuatro paredes de madera cubiertas de cartas con felicitaciones. “Happy Birthday”, dicen. Un colchón negro arrinconado a la izquierda, películas animadas del otro lado y tras un escritorio amplio color caoba está Joe, un hombre alto de 50 años de edad con pelo cano y ojos azules.

Ha pasado la mitad de su vida con niños migrantes, desde los tiempos en que caminar por Texas sin documentos migratorios era tan normal como votar por el Partido Republicano.

Ahora Joe es responsable de una casa a donde llega un pedacito de la copiosa oleada de niños del sur.

“Tenemos tres funciones: reunificar a los niños, aculturarlos a la forma de vida y darles follow up(seguimiento), que parte de la idea de que todos los niños que han decidido migrar han sufrido algún tipo de abuso”, dice este mexicano nacionalizado estadunidense.

Es el sur de Estados Unidos, una de las zonas con más miedo a los extranjeros y el asiento de varios albergues para miles de niños mexicanos, hondureños, guatemaltecos, salvadoreños, ecuatorianos o brasileños que cada mes cruzan sin documentos la frontera de la Unión Americana.

Aquí llegan muchos de los menores que viajan solos y son detenidos por la Patrulla Fronteriza, o los que se entregan en las garitas migratorias para intentar reunirse con sus familiares.

Estos niños son parte de la oleada que en 2014 encendió las alarmas de la Casa Blanca. El presidente Barack Obama les llamó “crisis humanitaria”, una diplomática forma de decirse sorprendido por el flujo constante de personas que desde hace décadas se mueve hacia el norte.

Las cifras cuentan otra historia: desde el 2011, Estados Unidos vio un aumento sin precedentes del total de niños migrantes que llegan solos a su país.

Hasta ese año, se mantuvo un promedio de 4 mil niños provenientes de Centroamérica detenidos anualmente en la frontera; para 2014, la Oficina de Reubicación de Refugiados (ORR) recibió más de 57 mil niños, provenientes de Honduras, El Salvador y Guatemala.

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Niños mirantes en el limbo legal. Foto: Prometeo Lucero

Amanece. En esta zona de Texas, a la orilla izquierda del Golfo de México, el clima es caprichoso. La humedad de los pantanos, ríos y la sal de mar se combinan con un pavimento que absorbe todo el calor y por el cual rara vez circulan corrientes de aire, dejando a los habitantes encerrados en cualquier lugar que tenga aire acondicionado.

A las 7 de la mañana, desde las habitaciones donde duermen los niños, se escuchan las primeras señales de movimiento. Los chicos arreglan las camas, limpian el piso y los baños. Su rutina cotidiana.

El cuarto huele a naranja, hay cuatro camas con cuatro vestidores, el piso se ve mojado y sobre la cama está sentada una muchacha de tez morena, cabello negro y ojos color olivo que viste una playera blanca y unos shorts rosas. Su nombre es Irene y tiene 13 años.

Emigró desde El Salvador después de que murió su abuela, tres semanas antes de la entrevista. Iba a reunirse con su madre, que desde hace 10 años vive en Houston.

– Mi mamá lo empezó a organizar todo (el viaje) en cuanto se enfermó mi nana. Después del entierro me fui, me subí a el camión con él, y como verás, llegué.

“Él” es el pollero que la guió en el camino. En otro momento, Joe explicará que el hombre también abusó de ella durante las dos semanas del trayecto. Ahora, Irene no puede pronunciar su nombre, mientras el hombre sigue guiando migrantes a la frontera.

Irene mueve el trapeador de un lado a otro sin levantarse. Cuando me ve, deja de trapear y sonríe sólo con la comisura derecha.

– Si huele bien, tiene que estar limpio, ¿no?

La conversación dura unos minutos. Cuenta que le molesta hacer el aseo y que espera poder hablar por Facebook con su novio, de quien tiene una carta pegada sobre su cama.

– ¿Por qué te molesta que Joe te llame “ojos bonitos”?

– Así me llamaba él…

El apodo produce el mismo efecto que hace unas horas, cuando nos presentaron; se le tensa la mandíbula y desvía los ojos. Antes de despedirnos, pide un favor:

– ¿Me puedes llamar como a mi mamá?

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Menores en medio de la travesía mortal. Foto: Prometeo Lucero.

La primera caravana de niños empezó a llegar a los albergues el 31 de mayo de 2014, con una consigna para todos los directores de los programas: los niños tenían que entrar y salir en un plazo máximo de 25 días.

Ese día, todo el equipo de Joe se formó en el estacionamiento y esperó más de seis horas. Por la tarde, de tres camiones escoltados por agentes de migración descendieron 120 niños callados, con la mirada baja, la ropa y el rostro percudidos.

“Fueron días muy intensos. Todo era caos. No sólo por los niños, teníamos reporteros amontonados en las puertas, esos días no abrimos las rejas para nada” recuerda Joe.

En Estados Unidos hay tres categorías de albergues para niños migrantes sin documentos: “shelter”, donde se da alojamiento, vestido, comida y educación; también atiende a los niños con necesidades especiales; “staff secure”, a donde se envía a los chicos con comportamiento disfuncional o que no terminaron de adaptarse al primer tipo de programa; y “secure”, que aloja a niños que han cometido delitos con agravantes.

La decisión final de a qué tipo de albergue se enviará a cada niño, corresponde a la Oficina de Reubicación de Refugiados (ORR), que financia los 140 programas que ven por el cuidado de los niños en la Unión Americana y el que decide en qué tipo de estancia enviar a los menores.

En todo caso es el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, ICE en inglés, el primer contacto de los pequeños migrantes. Sus agentes son responsables de contactar al ORR para determinar la disponibilidad de espacio en los albergues.

Los responsables de las estancias pueden, en su caso, aceptar o no a los menores de acuerdo con la evaluación psicológica que se les aplica al llegar.

Joe recuerda un caso que ocurrió en 2012. Entre el grupo de menores que descendieron de los autobuses apareció un chico con vestido amarillo y el pelo recogido en dos coletas.

“En cuanto lo vi entre en pánico, ¿qué íbamos a hacer con él?– cuenta. Todavía tengo muy presente mi primer encuentro con él, cuando entró a la oficina yo tenía en mano su historial con su verdadero nombre… y lo único que me resuena en la memoria es cuando dice: me llamo Lucy”.

El adolescente fue un problema desde el principio. Los doctores que trataron de revisar sus implantes de seno –parte de la revisión médica de rutina- se llevaron un buen mordisco.

“El otro problema es que no sabíamos si ponerlo con los niños o con las niñas, porque quería ser una niña, pero todavía tenía el equipo de un niño. Entonces la primera semana decidimos aceptar su decisión, pero se armó un chismerío en el cuarto de las niñas, de que si tienes relaciones así o lo haces en tal posición y lo hacía… pues enseñando el equipo”.

Lo sacaron de allí, pero entonces debieron estrechar la vigilancia en las habitaciones de los niños “para asegurarnos de que no hubiera problemas”.

Lucy permaneció un mes en el albergue de Joe, hasta que fue aceptado en una casa para transexuales en San Francisco, California

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Espacios recreativos. Foto: Ana Cristina Ramos.

A las 8 de la mañana llegan al albergue de Joe los autobuses que llevan a los niños al comedor, un recorrido de cinco calles para encontrarse con el desayuno. Hoy huele a huevo.

Primero llegan las niñas, forman una fila frente a la barra, se sirven y pasan a las mesas junto a la ventana; después llega el camión de los niños, misma dinámica, pero sus asientos están en el otro extremo, al lado de la puerta.

A las 9 llega Erika, una de las cuatro clinitians (psicólogos que atienden a los niños en cada albergue) que no rebasa el metro de estatura. No es muy querida por la población infantil. “Enana” es una palabra muy común en el albergue.

A las 10 empiezan las clases. En las siguientes horas los niños escuchan instrucciones para entender lo que significa el GED (Examen de Desarrollo de Educación General), una especie de certificado para acreditar que pueden graduarse de bachillerato.

Reciben textos equivalentes al primero y segundo de secundaria en el sistema educativo mexicano. El enfoque principal es geografía, historia, ciencias, inglés.

También hay esbozos de educación sexual, conocimiento básico de leyes estadunidenses y algo fundamental, los “live skills”, consejos prácticos para sobrevivir el día a día en Estados Unidos: Cómo hacer una llamada telefónica, el procedimiento para contratar una cuenta bancaria, llenar una solicitud de empleo y hasta la forma cotidiana de abordar el transporte público.

En las aulas, los niños tienen su lugar asignado. El papel más importante para ellos es una hoja donde se encuentran las claves telefónicas para comunicarse con su familia.

Luis, de 14 años, se acerca a la cabina telefónica con un papel en la mano. Su llamada es para Arizona. Tiene derecho a hablar durante cinco minutos.

“Soy Luis –se presenta. Estoy bien, terminé en Texas. Somos varios pero cada quien tiene en dónde quedarse”.

Y luego el secreto de su llegada: al cruzar la frontera hizo “lo que me dijo Héctor, me acerqué con el agente de la migra y de ahí ya me recogieron”.

***

En 1985 una niña de 15 años proveniente de El Salvador llegó a California, fue detenida cerca de San Ysidro por no tener papeles. Huía de una guerra civil. Su nombre es Jenny Lissette Flores y su caso legal es el precedente que determina cómo se debe de tratar a los inmigrantes menores de edad.

Jenny llegó un año después que el comisionado del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS), Harold Ezell, quien se encargo de endurecer la liberación de los menores, ellos sólo podían ser entregados a un padre o tutor legal, lo cual convirtió a los niños en carnada para detener a sus padres.

Jenny pasó dos meses en un centro de detención en Pasadena, en compañía de adultos desconocidos que la sometieron a cateos mientras se encontraba desnuda.

El Centro de Derechos Humanos y Derecho Constitucional demandó al INS y buscó acabar con la detención indefinida de los niños, proteger a los padres y mejorar las condiciones de vida de los menores detenidos. El centro uso el apellido de Jenny como estandarte, pero fue una demanda colectiva en la cual se incluyeron los casos de cuatro niñas salvadoreñas cuyos derechos humanos fueron violados.

Se convirtió en el caso Flores vs. Reno el cual llegó a su fin en 1997 con la resolución de un tribunal federal de California quien estableció la política nacional con respecto a la detención, liberación y el tratamiento de los niños en custodia. Tardó 12 años en resolverse.

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Niñas migrantes, vulnerabilidad extrema. Foto: Prometeo Lucero.

La visita al albergue de Joe ocurre a finales de julio de 2014, en un momento en el que comienzan a verse los efectos de una intensiva campaña mediática del gobierno de Obama para disminuir la migración infantil y los albergues están menos saturados que en mayo.

Joe cuenta que, en 2007, en el primer mes de su estancia al frente del lugar, en 2007, se escaparon cuatro jóvenes de 17 años. Eso ha ocurrido en otras ocasiones y según él, la mayoría de los niños que huye de los albergues cree que al cumplir la mayoría de edad los van a deportar.

“Cómo ya están detenidos de cierta forma echan por la borda todo los que les ofrecemos”, dice.

Eso obliga a una cuidadosa selección del personal. Los programas tienen filtros para sus trabajadores: no pueden tener antecedente penales, mínimo deben de haber terminado la secundaria y tienen que practicarse pruebas de antidoping y tuberculosis.

Albergues como el que dirige Joe no son nuevos, porque la migración infantil a Estados Unidos tiene varias décadas de existir.

En promedio, se quedan entre tres semanas y tres meses. Pero hay casos en los que su estancia se extiende más. Joe recuerda a una niña de 10 años a la que le decía “mi princesa”, y que, como Irene, fue a Estados Unidos a buscar a su madre después de que murió su abuela.

La niña tenía ilusión de conocer a su madre, a quien no había visto en más de 5 años, pero la mujer llegó con otra hija pequeña y la niña ya no la quiso ver. Fue necesario que su madre se la llevara por la fuerza, después de 7 meses.

“Es muy difícil para los niños darse cuenta de que hay otros niños en su familia con una realidad mucho más bonita que la de ellos – dice Joe. Por lo que supe, la primera semana que vivió con su mamá lloró todos los días y ya después, pues creo que se acostumbró a su realidad”.

Las estancias se volvieron fundamentales desde hace dos años cuando inició la enorme ola de menores centroamericanos, que obligó incluso al ICE a improvisar refugios en bases militares.

Esos lugares ya fueron cerrados porque bajó el número de niños migrantes, sobre todo por la presión de la Casa Blanca a sus vecinos del sur. Pero el fenómeno puede repetirse en cualquier momento.

Porque tienen razones para emigrar: la falta de oportunidades económicas en sus países, el deseo de reunificarse con sus familias o porque huyen de la violencia. Pero quizá la razón más importante es la certeza de que si logran sobrevivir el infierno que representa el viaje por México, tienen muchas probabilidades de quedarse en Estados Unidos.

Según datos oficiales sólo 10 por ciento de los niños son deportados. Otro 20 por ciento, formado por quienes no pueden ubicar a familiares o tutores antes de tres meses, es enviado a casas especiales mientras se amplía la búsqueda. El restante 70 por ciento consigue la reunificación mientras espera una audiencia ante jueces migratorios para definir su situación en el país.

Es un proceso que puede durar años. Para atender a los aproximadamente 11 millones de personas sin documentos, sólo existen 59 cortes de migración con 243 jueces. Pero la mayoría de los niños está viviendo en este país con el tiempo que les presta un sistema saturado, y el hecho de haber pasado por todo este proceso hasta llegar con sus familias no los hace residentes.

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El Sueño Americano, solamente para unos cuantos. Foto: Ana Cistina Ramos.

Raúl está sentado en el cuarto de madera, lo rodean felicitaciones, películas animadas, frente a él se extiende un escritorio y de el otro lado está Joe.

Llegó hace una hora, solo; viene de Guatemala, tiene 12 años. Primero pasó al área médica donde lo examinaron y lo midieron para determinar la talla de su ropa.

Raúl permanece callado y cabizbajo mientras le explican cómo funciona el albergue y le piden una forma de contactar a su familia.

No dice nada hasta que Joe le pregunta si tiene dudas. El niño responde con otra pregunta:

– ¿Cuánto tiempo voy a estar aquí?

– Pues, para que tu caso marche bien… pues, ¡pórtate bien!

De acuerdo con Joe, ésta es la pregunta más constante que le hacen. Y el comportamiento si influye en la permanencia de los niños en el albergue.

“Lo que el staff menos quiere son niños problemáticos que te desbalanceen a los demás y, la verdad, nosotros creemos que si uno de ellos está haciendo berrinche, te está gritando: help!”, dice.

*Los nombres de Joe, Irene, Erika, Luis y Raúl fueron cambiados.


Ana Villa Photo

 Ana Cristina Ramos

Periodista que sueña con pajares de agujas, misterios sin escribir y un mundo por explorar. Soy el tipo de periodista a quien le gusta descubrir: ¿cómo funciona las cosas, qué impulsa a la gente y por qué se mueve así la sociedad?

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