El jardín de las mariposas / Jésica Zermeño

Jésica Zermeño / diario19.com

 

foto prometeo mariposas tijuana

Fotos de Prometeo Lucero

En Tijuana florece un centro de rehabilitación de adicciones para la comunidad LGTBI; lo hace con el impulso de activistas que, desde hace años, defienden los derechos humanos en Baja California.

 

 

*Este trabajo se realizó con el apoyo de la Red de Periodistas de a Pie, en colaboración con la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A.C. (CMDPDH), como parte del proyecto de protección de los defensores de derechos humanos financiado por la Unión Europea. El contenido no refleja la posición de la UE.

 

TIJUANA, Baja California.

 

Estéfani no recuerda los detalles del día que le cambió la vida. No puede describir, por ejemplo, cómo era el primer ardor que sintió que le carcomía el cuerpo. Tampoco tiene claro qué fue lo que hizo durante las horas que siguieron al ataque. Eso es difuso en su mente, dice. Lo que sí recuerda es que estaba parada frente a la puerta de la casa en la que todavía renta un cuarto, en el centro de esta ciudad fronteriza, cuando le tiraron encima una cantidad incierta de ácido sulfúrico.

—Me lo aventó por atrás una jota igual que yo; una trans igual que yo. Me lo aventó por envidia, porque nunca le hice yo algo malo como para que me hiciera esto… Creo que ella ya se fue. No sé dónde está, tiene mucho que no la veo. —cuenta Estéfani, sentada en una piedra, en el patio de esa misma casa.

El día que la atacaron, jueves 24 de julio de 2014, alguien la llevó a un centro de salud. Ahí le dijeron que le harían un injerto de piel en la espalda y la parte trasera de los brazos. Pero ella escapó: no quería cicatrices en su cuerpo curvilíneo.

—Así anduve trabajando una semana todavía, pero después me llevaron a otro centro de salud, ahí le hicieron curaciones a mi piel. Es que yo ya no aguantaba el ardor. Fue horrible. —recuerda con la mirada perdida en el vacío.

Resulta difícil imaginarse cómo esta mujer transgénero de 33 años, delgada, que luce una brillosa peluca de cabello largo color cobre y notorio maquillaje, trabajó durante siete días con la espalda y los brazos al rojo vivo. Ella, que se dedica a la prostitución en las calles polvorientas de esta frontera, dice que lo que le ayudó fueron “unas pastillas de algo” y no la droga que consume regularmente, el cristal. —Esa semana no sentí ningún dolor, ninguna incomodidad. —cuenta con un aire de seguridad.

Por las heridas, Estéfani, originaria de San Luis Potosí, pasó casi tres meses en el hospital y fue sometida a cuatro operaciones. Y mientras cuenta ese calvario —el que define como la etapa en la que más ha sentido rechazo en su vida—, la escucha atenta Yolanda Rocha, hasta que, ansiosa, esta mujer interrumpe el relato:

—¿Cuándo vas a regresar a El Jardín de las Mariposas? Ahí te dimos agua, techo, ahí te curamos. ¿Sí te acuerdas de nosotros? Sabes que puedes regresar cuando quieras.

—Sí… Yo sé… Regreso un día de estos… —Estéfani apenas y mira a Yolanda, sólo asiente y da evasivas.

Yolanda, tijuanense de nacimiento, es fundadora del primer centro de rehabilitación de adicciones alternativo en Tijuana. Al lugar lo bautizó como El Jardín de las Mariposas, y está dirigido a adictos de la comunidad LGTBI (lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersex), quizás el único de todo el país exclusivo para ellos. Desde su apertura, en 2014, ha atendido a una veintena de personas.

Yolanda se enteró de lo que le había ocurrido a Estéfani y la visitó. Fue una de las personas que la convenció de ir al médico, pero no sólo eso. La cuidó durante su estancia en el hospital, y cuando la joven fue dada de alta se encargó de ella en su centro por un mes más. Hasta que Estéfani volvió a escaparse: la adicción por el cristal pudo más que el dolor que aún sentía en la piel.

Yolanda quiere que regrese. Visitar a prospectos a ser internos del Jardín es una de las actividades cotidianas de esta morena alta y maciza. Ésta es la cuarta vez que busca a Estéfani para regresar. Pero tampoco tendrá éxito.

—Ya no puedo trabajar, y mis amigas me ayudan. Yo lo que quiero es irme a mi casa. —Es lo último que dice Estéfani en la conversación, que se realiza un viernes a las 12 del día. Al final, ella se para y camina hacia donde están sus amigas, las que la ayudan, y que en ese momento toman licor barato, Tonayan, en un cuarto de la casa.

* * *

Yolanda Rocha tuvo que pasar cinco años cuatro meses en la cárcel para darse cuenta de cuál era su verdadera vocación: ayudar.
Fue sentenciada hace dos décadas por transportar drogas, y cuando entró en 1992 a la cárcel estatal de Tijuana era adicta al cristal, la droga sintética más consumida en esta ciudad, pues es barata por su mala calidad, altamente adictiva y rápidamente estimula el sistema nervioso central.

—Ahí adentro conocí a una chica trans que me ayudó a salir de drogas, le decíamos La Güera. Ella falleció en la penitenciaría por VIH. Cuando salí, ya como adicta en recuperación, me enteré que mis dos hijos eran gays. Todo eso me cambió. —cuenta la activista, sentada en una de las sillas replegables del salón de usos múltiples de El Jardín de las Mariposas, en la colonia Juárez, en el centro de Tijuana.
Esa experiencia, más las tétricas historias que escuchaba de sus ex compañeras que seguían drogándose y que deambulaban de centro en centro para tratar de recuperarse, la convencieron de que era necesario fundar un espacio distinto.

—Muchos compañeros, cuando salieron de la cárcel, hicieron centros de rehabilitación, pero eran centros para los heterosexuales. Con mis hijos me di cuenta de la discriminación que había para la comunidad LGBTI. Era necesario abrir un centro sólo para ellos.

Hoy ese centro es una realidad y lleva un año operando. Es El Jardín de las Mariposas. Está instalado en una casa de un piso en la que ya hay ocho camas y colchones distribuidos en tres habitaciones. En uno de ellos Estéfani durmió por un mes. Yolanda, orgullosa, da el tour por la propiedad. Mientras lo hace narra lo que significa ser un adicto gay en Baja California.

Algunos centros de rehabilitación obligan a los trans a quitarse los senos, a cortarse el cabello y a arrepentirse de su homosexualidad en público, “porque eso es un pecado”. A ellos, los trans, no saben si ponerlos con los hombres o con las mujeres. En los lugares para heterosexuales, dice, los otros adictos creen que lo homosexual se les va a pegar y los aíslan. Si la rehabilitación es de por sí cruel, la crueldad es el doble para ellos, comenta. Tienen que pasar el proceso en completa soledad. En El Jardín esto no sucede, asegura esta mujer de 48 años: “Éste es un espacio en el que se lucha abiertamente contra esa doble soledad”.

La experiencia le dice que por esta discriminación la gente de la comunidad LGTBI que es adicta prefiere regresar a las calles a drogarse, con lo que el círculo vicioso nunca se rompe. Ella busca hacer la diferencia. “Ya no quiero —dice— ver adictos que salen de los centros y son encontrados muertos en las calles unos cuantos días después”.

Las barreras para que El Jardín opere han sido muchas, desde la dificultad para encontrar una casa en un lugar seguro, donde no sea fácil que los ataquen por ser un espacio LGTBI (se tardaron más de dos años en encontrar el espacio), hasta el cumplimiento de los requisitos para obtener los permisos para operar.

Pero en esta tarea titánica Yolanda ha sido ayudada por muchos. Es una misión familiar. En este trabajo la acompaña su hijo mayor, Ángel, de 27 años y quien tiene recuerdos infantiles de la adicción de su madre. También su esposo la apoya con los mil 200 pesos que gana a la semana por trabajos de albañilería, dinero que ocupa en la compra de la despensa para la casa.

Muchos grupos de la comunidad LGTBI tijuanense también están involucrados para que El Jardín florezca. Varios de sus miembros imparten talleres a los internos, desde tocar tambores hasta consultas psicológicas y clases de derechos humanos. Todo gratis, porque El Jardín vive de donaciones. Pero a pesar de estos apoyos es difícil llegar a fin de mes: tan sólo la renta de la casa es de 5 mil pesos mensuales. “Hacemos milagros”, cuenta orgullosa Yolanda.

La que brinda charlas de derechos humanos, por ejemplo, es la abogada de la comunidad LGTBI en Tijuana, Meritxell Calderón.

La abogada conoció el proyecto de El Jardín de las Mariposas cuando Yolanda decidió pedir ayuda a la gente de la comunidad LGTBI tijuanense para instalar el centro. A partir de ahí, Meritxell Calderón se convirtió en su asesora en temas legales. Ella acompañó a Yolanda en todo el proceso para certificar al Jardín ante el municipio como centro de rehabilitación de adictos.

Por personas como Meritxell, “aguerridas, necias con sus derechos”, es posible que su sueño, su jardín, exista, reconoce Yolanda.

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Conocer el trabajo de Meritxell Calderón es ilustrar lo complicado que es ser defensor de los derechos humanos de la comunidad LGTBI en Tijuana.

La ciudad fronteriza más visitada del mundo se encuentra entre las cinco ciudades más violentas del país, según estadísticas oficiales; los asesinatos y las desapariciones, en las que policías y militares están involucrados, son comunes. La Asociación Esperanza contra las Desapariciones Forzadas y la Impunidad ha documentado más de 800 casos de desaparición forzada, desde 2001, en todo Baja California. Además, una treintena de casos de tortura son investigados por las autoridades en ese estado.

En lo que se refiere a la comunidad LGTBI, el panorama no es más alentador. En Baja California, gobernado por el conservador Partido Acción Nacional, han sido asesinadas 26 personas de la comunidad entre 1995 y 2013. Y aunque no se tienen registros claros de las violaciones a los derechos humanos de personas de este sector en Tijuana, se sabe que los abusos policiacos en la frontera contra ellos son cosa de todos los días.

—Sólo hay que darse una vuelta a la zona roja de Tijuana y escuchar lo que se dice de la policía para saber que nadie respeta a los que trabajan en las calles. —dice Meritxell, con 35 años y una larga trayectoria como activista.

A los 14, Meritxell ya repartía volantes en contra de leyes estadounidenses que anulaban el derecho a la educación y la salud de migrantes indocumentados en Estados Unidos. “En la primera protesta que fui éramos siete, nadie protestaba”, recuerda la defensora de derechos humanos sentada en uno de los consultorios de la clínica de metadona que su padre, psiquiatra, fundó en esta ciudad para ayudar a adictos. Ella continúa con esa labor comunitaria.

“Desde siempre me recuerdo organizando conciertos y charlas, la política me importa. Ésa es una de las razones por las que decidí estudiar derecho”, asegura la activista, quien es graduada de la Universidad Autónoma de Baja California.

Su primer caso como litigante fue para que no le quitaran la oficina a una organización no gubernamental que estaba siendo amenazada por el gobierno local, y ganó. A partir de ahí ha llevado varios casos de tortura infringida por policías y militares. Además, ha documentado casos de violaciones a los derechos humanos y difunde alertas y acciones urgentes de manera cotidiana.

Dos veces la han amenazado de muerte. Una en 2011, cuando las detuvieron arbitrariamente y encapuchados relacionados con la policía le apuntaron con armas largas exigiéndole que dejaran de apoyar a mujeres que querían abortar. La otra, en el mismo año fue por asesorar a familiares de mujeres desaparecidas. En esa ocasión, la amenaza llegó a través de una llamada telefónica.

Ahora Meritxell sabe tanto de las amenazas que ya hasta puede distinguir entre las del crimen organizado y las del gobierno: “La delincuencia organizada amenaza por teléfono, con sus propias voces, con palabras groseras. Pero las fuerzas del Estado amenazan veladamente, no escuchas su voz, sólo su respiración”.

En la Tijuana de hoy, dice Meritxell, “más que amenazas a nuestra labor en defensa de los derechos humanos hay obstáculos, muchas veces legales, que nos complican la vida. La defensoría de grupos vulnerables en Baja California es cada vez más complicada. El Jardín de las Mariposas es un ejemplo de cómo un proyecto puede sortear uno por uno estos obstáculos si se tiene paciencia y suficientes ganas de ayudar.

Meritxell ha apoyado a Yolanda en todo el papeleo para convertir El Jardín de las Mariposas en un espacio “legal”. Ella es la que le ha dicho cuáles son los requisitos que pide el municipio para certificar el lugar, cómo separar los dormitorios por sexo y presentar escritos en los que se especifican las características físicas del espacio, entre otros trámites. “Cada vez que ellos tienen una bronca nosotros los ayudamos”, dice.

Apenas en enero pasado Merixell y su novia, Nancy Bonilla, también activista de derechos humanos, se presentaron en la alcaldía de Tijuana para casarse. Dos semanas antes una pareja de hombres había logrado casarse en Mexicali, gracias a un amparo de la Suprema Corte de Justicia. Pero ellas no pudieron concretar su matrimonio: en el Registro Civil les dijeron que la unión entre personas del mismo sexo no está aún legislada en este estado. Ellas aseguraron que lo intentarán cuantas veces sea necesario.

A la pareja le gusta ser clara ante las autoridades. En 2011, se tomaron la pastilla del día siguiente frente al Ministerio Público para averiguar si era delito. Ese año, una joven tijuanense de 22 años de edad fue sentenciada a cumplir una condena de 23 años por un aborto espontáneo que tuvo cuando tenía cinco meses de embarazo. Meritxell y Nancy se movilizaron, pidieron ayuda a organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales y, entre todos, lograron que la joven saliera en libertad. Además, impidieron varias veces que jóvenes acusadas de tomar la pastilla del día siguiente fueran arrestadas, en tiempos en que el uso de la pastilla era ilegal. Nancy ríe cuando habla de su labor como activista. “Somos muy necias”, reconoce. Yolanda también lo cree. Son necias.

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Es jueves, día de sesión grupal psicológica en El Jardín de las Mariposas. Están reunidas cinco personas en el cuarto más grande de la casa, el que funciona como salón de usos múltiples. Tres de ellos son pacientes. Todos son adictos en recuperación de mariguana, cristal y heroína. Cuatro de ellos no son heterosexuales. Es hora de contar qué les duele. Armando descubrió en el centro que era bisexual y se siente contento porque puede salir a trabajar mientras está en el centro. Rosita llegó esposada, totalmente drogada, en una crisis de ansiedad, y en su sobriedad se asombró tanto de cuánto había crecido su hija durante sus meses de alucinaciones que sólo pudo llorar. Rafael tuvo una época de oro en los mejores cabarets de Tijuana, entre lentejuelas y música a todo volumen, pero sus demonios internos son grandes; ha entrado y salido del centro varias veces, tiene VIH y sigue esperando que algún día su hija lo busque.

—Yo fui bendecido al haber llegado aquí. Me siento muy a gusto, me han tratado muy bien, a pesar de que estoy enfermo. Hasta mi hija me rechazó; Yolanda, no. Yolanda es un ángel. —cuenta Rafael.

Yolanda lo observa callada mientras habla de ella. Y sí, Yolanda cree en ángeles, pero más en mariposas. “Yo les digo mis mariposas, y les digo así porque yo los he mirado cómo llegan, muy mal, alterados, y poco a poco veo cómo se transforman, cómo se van abriendo. De repente ya son unas mariposas muy bonitas… Es tan lindo ver su transformación”.

—¿Por eso nombró El Jardín de las Mariposas al centro? ¿Por la transformación?

— Sí… Y también por una canción de Jenni Rivera, “Mariposa de barrio”. ¿La has escuchado? Es la historia de muchos de nosotros, y me gusta porque es optimista. Se las pongo cuando estamos haciendo el quehacer aquí.  Entonces Yolanda comienza a cantar… Me arrastré… Viví todos los cambios… Y aunque venía llorando… Mis alas levanté.