“Te buscaré hasta encontrarte” / Témoris Grecko / @temoris

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Témoris Grecko / Newsweek / diario19.com

La desaparición y búsqueda de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa propició el descubrimiento de otras fosas comunes en el estado de Guerrero. Eso, y la búsqueda por parte de familiares de otras personas que anteriormente también habían desaparecido. Y nadie las buscaba.

 

Cerro Gordo, Iguala, Gro.— Hacen falta olfato, cerebro y corazón. Canaán aproxima la nariz con cuidadosa lentitud. La lleva a su bigote entrecano hasta rozarlo. Sus ojos no se fijan en ella, pues han perdido foco en el vacío. La aleja. Es entonces que la mira, frunce la boca, infla ligeramente las mejillas, deja escapar un resoplido apenas audible. No consigue captar el aroma. “Soy el catador”, le recuerda al que observa, como si quisiera reafirmarse en su posición. Vuelve a acercarse el remate metálico, apuntando al cielo azul. Esta vez busca un poco más abajo, sacando el labio inferior como si quisiera lamer con él. Aspira suavemente. Retira el instrumento. No está satisfecho. Repite la operación, termina, mueve la cabeza. “No hay cadáver aquí. No es una fosa clandestina.”

En su camiseta de color negro, una leyenda en letras blancas reza: “Te buscaré hasta encontrarte”.

El procedimiento no es de este siglo: se emplea una barra de hierro de 1.20 metros de largo, afilada en un extremo y con una cabeza circular en el otro. Hay que clavarla en donde se sospeche que los sicarios pueden haber enterrado una de sus víctimas. Cuando no hay un martillo, como ahora, una buena piedra debe suplirlo. Golpe a golpe, para llegar tan profundo como sea posible. Si hay roca, no se irá muy lejos. Si han cavado ahí antes, será más fácil. Canaán aporrea con su herramienta improvisada. “Necesitamos perforar la cápsula donde está el cuerpo”, explica, refiriéndose al espacio que forman los gases alrededor de los objetos sepultados, “para que se contamine la varilla”. De esa forma, los átomos de la putrefacción serán arrastrados hasta sus fosas nasales. Cuando el resultado es positivo, “hasta se te alborotan las lombrices”.

¿Es decepcionante esforzarse tanto para hallar restos que no pertenezcan a sus sobrinos Hiram y Omar, que tenían 21 y 24 años el día en que fueron secuestrados, 30 de agosto de 2008? “Cuando encontramos un cuerpo, da la sensación de calma porque sabemos que, si no es de nuestro familiar, ese cuerpo pertenece a una familia.”

Recuperar la esperanza

Según las cifras oficiales, entre enero de 2007 y octubre de 2014 desaparecieron en México 23 272 personas. Se perdió la pista de 9384 de ellas durante los primeros 22 meses del sexenio de Enrique Peña Nieto. Es decir, 13 mexicanos cada día. El doble que en el periodo de Felipe Calderón.

Incluso en ese contexto, la gestión del alcalde José Luis Abarca, en Iguala, fue especialmente brutal, a pesar de que las cifras no concuerdan entre sí ni con la realidad. Hay 102 desaparecidos, incluidos los 43 normalistas raptados por la policía el 26 de septiembre de 2014, de acuerdo con los registros federales. La Procuraduría General de la República, por su parte, da cuenta de 207. En el templo igualteco de San Gerardo María Mayela, donde se reúnen los miembros del Comité de Familias de Víctimas de la Desaparición Forzada —una de dos organizaciones de familiares de las personas faltantes—, afirman que 247 familias se han realizado los perfiles genéticos necesarios para identificar los restos exhumados, y que la cifra asciende a 470 desaparecidos, sin contar a los 43 estudiantes.

Un dato que, se quejan, no solía conmover al gobierno: a pesar de que habían desenterrado 28 cadáveres en cinco fosas clandestinas, entre el 4 y el 5 de octubre de 2014, las autoridades se desinteresaron de ellos cuando se determinó que no pertenecían a los alumnos secuestrados.

Tras agruparse el 16 de noviembre para iniciar sus trabajos de búsqueda, Mayra, Magdalena y Mario Vergara Hernández, hermanos de Tomás, raptado el 5 de julio de 2012, acudieron al sitio. “Fue horrible”, recuerda Mayra. “Pensar que ahí podía estar mi hermano. Habían dejado sin abrir otras fosas localizadas, como si no importaran. Allí estaba uno de (una comisión de) derechos humanos y le pregunté dónde están los derechos humanos de toda esta gente.”

Quienes ahora son conocidos como “los otros desaparecidos” carecían de relevancia política para el gobierno de Peña Nieto, enfrentado al movimiento popular que demanda la presentación con vida de los 43. Sus parientes y amigos, sin embargo, encontraron la inspiración necesaria para salir a indagar el destino de los suyos.

En un principio, cuando se los llevaron, “teníamos mucho miedo, ni siquiera los buscamos”, admite una madre que prefiere que no se conozca su nombre. “Nos encerramos porque pensamos que nos podían llevar a los demás.” ¿Cómo perdieron el miedo? “Por la esperanza, por la fe.” ¿Cómo ganaron esperanza? “Cuando buscaron a los (normalistas) de Ayotzinapa y empezaron a encontrar cuerpos.”

El olor de los humanos

Empezaron cinco familias, hace tres meses, agrupándose en San Gerardo. Aprendieron sobre la marcha, explica Juan Jesús Canaán Ramírez, un militar retirado de 57 años que vive en Chiapas y vino a apoyar a su hermano en la búsqueda de Hiram y Omar. Cuando la PGR se enfrentó al hecho de que de pronto decenas de personas recorrían el Cerro Gordo —la alargada montaña que da fondo al paisaje igualteco— removiendo restos, impuso reglas y brindó apoyo: los buscadores solo pueden identificar los puntos donde creen haber hallado restos humanos, pero no retirarlos ni removerlos, una tarea que corresponde a los peritos del organismo federal. “Que solo trabajan de lunes a viernes, y hoy es domingo”, señala Mario Vergara. “Y entre comillas: el viernes ya no vienen porque tienen que trasladar los restos a México; el lunes llegan tarde por el tráfico de México. Los que vivan en México, por favor ya no usen su carro para que pueda llegar la PGR.”

Los miembros del Comité de Familias de Víctimas de la Desaparición Forzada se enorgullecen de haber recuperado 45 cuerpos. Sus presiones, además, condujeron a que las autoridades exhumaran otros 39 cadáveres de la fosa común del panteón de la colonia Fermín Ravadán. Y falta el panteón municipal.

En un Chevy color rojo, Rogelio Mastache y su pareja, Lucía Román, forman parte de la pequeña caravana de seis vehículos que se dirige a un predio rural llamado colonia Monte Horod. Al principio y al final de la columna, los acompañan patrullas de la Gendarmería de la Policía Federal, que apenas por segunda vez les ofrece protección con seis agentes. No impresionan a los criminales: cuando el grupo de unas 30 personas se despliega sobre el terreno de hierba amarillenta y escasos árboles, se escucha música de narcocorridos a lo lejos.

Canaán lo interpreta como un mensaje de los “malandros”: “Nos están diciendo ‘estamos aquí’”. Pero no se inmuta. Da instrucciones: los buscadores deben evitar perder el contacto visual entre sí; donde encuentren indicios como basura ajena al lugar, troncos viejos partidos o tierra removida, dejarán un montón de piedras para que, después, los más experimentados realicen su “cata”; si es positiva, marcarán el punto con una banderola para que, eventualmente, la PGR se encargue de la exhumación.

Han encontrado fosas a 30 centímetros de profundidad. “Eso quiere decir que la hizo el maleante, que tuvo flojera, nomás tapar el cuerpo y ya”, explica el exsoldado. “Las más profundas, de hasta 1.80 [metros], nos imaginamos que fue la persona que está enterrada ahí la que tuvo que excavar su propia fosa. Los atan de los pies con una reata larga, la pasan por un árbol… porque si yo sé que me van a matar y me dan un pico pues me la rifo, de todas maneras me voy a morir, me llevo a uno. Me quito de sufrir porque si los ataco, me van a disparar, me matan más rápido. Eso es primero la muerte psicológica.”

La varilla vuelve a ser extraída de la tierra y transportada a la nariz de Canaán. Él aspira. Dice que es como degustar vino. Parece que olisquea perfume. No hay riesgo de que se confunda con los restos de un animal, asegura: “El humano huele más feo”.

“Aunque pasaron cuatro meses, siento que todavía lo puedo encontrar vivo”, dice Rogelio Mastache sobre su hijo. “No a todos los matan, a muchos los llevan a trabajar a los campos de amapola, de mariguana.” Si eso es lo que cree, ¿por qué buscarlo en fosas? “Es la otra posibilidad.”

Mayra, Magdalena y Mario Vergara están entre los más esforzados del grupo. “No somos violentos”, explica la primera, “no queremos justicia. Solo encontrar a nuestro hermano”. Aunque sea su cadáver. Aunque sean los de otros. Porque, musita con ojos húmedos, “ahora cada fosa es una luz de esperanza”.

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