Herido de muerte

Margena de la O / diario19.com

 

Édgar Espíritu
nunca se rindió

[12 de diciembre 2011. Edgar David Espíritu Olmedo, normalista de Ayotzinapa, herido en autopista del Sol. Sobreviviente]

Cierra los ojos; los abre con dificultad. Los párpados le pesan como si llevaran plomo. Con todas sus fuerzas los mantiene así; piensa que si se queda dormido, morirá. Su respiración es lenta, dificultosa.

—No te duermas güey, aquí estamos, no te duermas —despertó a Édgar el zarandeo del paramédico en la ambulancia.

—Ya no aguanto viejo, llévame a cualquier hospital, ya no aguanto —respondió pausado, con voz ronca, confusa.

— ¡Aguanta güey, ya vamos, ya vamos!..

El paramédico rompió la playera, y empujó una bola de gasas en el boquete que tenía Édgar al lado de derecho del pecho, por donde se le escapaba el aire que respirabas y un obeso chorro de sangre. Él, apretó los ojos, se mordió los labios, y movió la cabeza de derecha a izquierda varias veces.

—¿Qué tienes? —preguntó el paramédico.

—Creo que me dispararon —contestó el normalista pausado, apenas audible.

La fatiga comenzaba a vencerle la voluntad, sin dejar de preguntarse qué le pasó.

Minutos antes. Corría en dirección al puente del río Huacapa, frente a Liverpool, para librarse de los disparos que venían del lado norte de la carretera, donde vio policías uniformados; logró estar fuera de su blanco y sintió alivió. Estando en la zona comercial se dio cuenta que allí seguían los disparos, aunque no vio ningún uniformado; se agachó a recoger una piedra que creyó le serviría contra las balas, y al levantarse algo le contuvo la respiración, era una sensación de descarga eléctrica en el pecho.

“¿Qué me pasó?”, pensó con la expresión de duda en la cara. “¿Qué me hicieron?, ¿Qué hago?”, repetía en el silencio del pensamiento.

Vio que del pecho le salió un borbollón de sangre. Aquí voy a morir…¡Pura madre me muero!, venció la inmovilidad de las piernas, se puso la mano en el pecho, y se reincorporó a la autopista, comenzó a correr hacia los autobuses en los que llegaron a la autopista del Sol, que estaban atravesados en la carretera y que ahora protegían a sus compañeros de las balas. Se detuvo, cambió de dirección, valoró que era mejor ir hacia el norte, recordó que entre los policías había patrullas con rótulos de Policía Federal, y quizá también una ambulancia.

—¡Miren cabrones lo qué me hicieron.Ya me chingaron! ¡Vénganme a ayudar! —gritó Édgar al alzar el brazo derecho, y señalar con el dedo índice de su mano una mancha de sangre que se dibujada aun en la playera roja que estrenaba ese día.

Le era difícil respirar, y el agotamiento traicionaba el ritmo de sus pasos, pero no la lucidez de sus sentidos, porque todavía oía el sonido de los disparos y de los gases lacrimógenos saliendo de sus contenedores.

Varios de los policías federales lo vieron sorprendidos, y algunos hasta bajaron sus armas, como librándose de culpas. Un policía federal se acercó al normalista: “¡Mira cabrón, vete de aquí!, sino te va a ir peor”. Édgar lo miró, se cubrió nuevamente la herida con ambas manos extendidas, se dio la media vuelta y comenzó a correr hacia donde estaban los normalistas.

La respiración se le iba, se sentía débil, y lo resentía sus piernas, pero siguieron; su objetivo era llevar atrás de los autobuses, ignoró casi todo, hasta el fotoreportero Abel Miranda Ayala que lo fotografió, el único que lo captó.

Jorge Alexis Herrera Pino, era su mejor amigo, compartieron los últimos tres años de vida en el internado de Ayotzinapa, y convulsionaba tirado en el asfalto por la bala que le atravesó la cabeza y por la que murió segundos después. Édgar lo vio y pensó en ayudarle a que se levantara, apenas intentó agacharse y sintió que la vida se le iba —”Este güey ya está muerto. Ya no va a sobrevivir”, pensó—; dos normalistas lo ven, y en vilo lo llevan, por fin atrás de los autobuses.

EN LA AMBULANCIA…

—¿Cómo te llamas?, ¿De dónde eres? —preguntaba a Édgar el paramédico, quien volteaba la cabeza de derecha a izquierda, librando la batalla con el sueño del que temía no poder despertar.

—Simón, pero apúrate (“No quiero morirme, no me voy a morir”, pensó al contestar y sacudirse la sensación de miedo que comenzaba a invadirlo).

—Todavía siguen los disparos, el relajo. Dicen que hay varios de tus compañeros heridos, y nos los queremos llevar, ¡Aguanta!

El paramédico volteó hacia el chofer: “¡Vámonos, vámonos, porque este chavo está muy mal!”. La ambulancia anduvo.

El paramédico volvió hacia Édgar.

—¿Tienes ISSSTE, IMSS…?

—Tengo de todo, pero llévenme a cualquier hospital, el más cerca.

Sintió que la ambulancia, a la que no se acordaba claramente cómo llegó —la memoria sólo registra que lo llevaron tras los autobuses, lo subieron a la urvan de la normal e iban en dirección sur, hacia caseta de Palo Blanco—, se detuvo.

— ¿Por qué se para? —preguntó Édgar al paramédico.

—Nos pararon.

Abrieron la puerta trasera de la ambulancia. Con la hendidura de los ojos Édgar vio que era un policía federal, y el miedo del que se había librado antes otra vez llegó, y la esperanza de sobrevivir escapaba. El chofer de la ambulancia atendió al policía federal.

Allí se dio cuenta que la ambulancia pasaba por el lugar en lo hirieron, pero esta vez desde el carril sur-norte, donde los cuerpos de su amigo Jorge Alexis y Gabriel Echeverría de Jesús estaban tirados, muertos.

—¿Quién es?, ¿De dónde viene?, ¿Qué le pasó? —preguntó el policía federal al chofer.

—No sabemos quién es, ni de donde viene, no más nos llegó. No nos dijo nada.

El policía federal regresó a ver a Édgar, cómo examinándolo, pesa do en algo, quizá.

—¡Miiich! ¡Ta’ bien,  pues, llévatelo! ¡Vete, vete…!

El policía cerró la puerta de la ambulancia de un azotón.

… LA AMBULANCIA LLEGÓ AL ISSSTE

Supo que estaba en el hospital, y sacó el celular de la bolsa derecha de su pantalón; quiso escribir un mensaje de texto pero no pudo. Édgar comenzó a ver que el color de sus manos, uñas, y de su piel, estaban amarillas o sin color; le pareció que su cuerpo era el de un anciano.

“No te duermas Édgar, aguanta lo más que puedas”, sucumbía en su cabeza. Ya estaba en un cuarto del hospital, de esos entre mantas y soportes de metal.

Recordó que debía avisarle a su papá, y que éste le llamara a la cuija, como llama a su mamá; respiró profundo, hizo a un lado el dolor, tomó el celular, marcó un número, y fingió la mejor voz saludable.

—¡Qué papá!, ¿Cómo estás?

—¡Bien hijo!, ¿Dónde andas? Y ese milagro…

—Mira, me pasó un accidente, pero fue pequeño, nomás para que me vengan a checar.

— Pero ¿Qué tienes?, ¿Qué te pasó?

—No te preocupes, tú vente, yo estoy bien.

—Está bien, ya voy.

El padre de Édgar llegaría de Acapulco a hospital, y sería testigo de que su hijo comenzaba a librar la más duras de las batallas por su salud.

[Es jueves 12 de diciembre de 2013, y Édgar va en la marcha por el segundo año el crimen de sus compañeros; el lunes llegó de la ciudad de México de su tercera cita del mes en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, porque su pulmón quedó a la mitad de su tamaño normal (atelactasia) y le cuesta respirar por la bronquiectasia (dilatación anormal del árbol bronquial); también recibe atención siquiátrica, porque desde que lo balearon, se despierta gritando en las noches y le cuesta dormir]