“Yo no tengo miedo de Dios”

Aranzazú Ayala / diario19.com

 

El hombre de piel curtida hace una mueca con los labios, como si fuera a dar un beso, los alza pero de manera agresiva, retando, a punto de masticar una grosería que no deja salir al darse cuenta de que las demás personas en la van lo están viendo. El chofer anuncia una parada para comer algo y el brinca a orilla de la carretera, a un costado de la montaña que se cae a pedazos cada que es época de lluvias, y prende un cigarro, ansioso.

Los otros pasajeros –una pareja de franceses que habla poco español, una gringa que sólo habla inglés y un japonés que se pone los audífonos y se desentiende del caos guatemalteco– se alejan del hombre de edad incierta. Podría tener entre 40 y 50 años: su piel parece vieja pero se ve fuerte, como de cuero golpeado, y tiene una cicatriz que sobresale, atravesando toda su frente y perdiéndose donde nace la nariz. Sus ojos son verde apagado, como verde de agua sucia pero con un extraño brillo castaño claro en la orilla, sobre un fondo blanco blanco que hace que sobresalgan más cuando los abre por completo para hacer énfasis en alguna de las partes de su historia.

“Papi, ¿y tu me puedes cruzar la frontera?”, le preguntó al chofer luego de colgar el teléfono, una llamada de diez minutos en un idioma raro que después supimos que era rumano, su país de origen, su patria. ¿Cómo que cruzar? Pregunta extraña, porque lo que el hombre quería era salir de Guatemala, no entrar a México. Pero si el problema es para entrar acá, porque los centroamericanos necesitan visa y por eso vienen sin documentos. “Es que a mi no me dejaron salir por aire. Yo gasté ya como once mil quetzales en boletos de avión, uno cada dos días, y sabes, no me dejaron, el jefe de la policía nacional no me dejaba salir”; otra vez esa mueca extraña que de beso se deformaba en coraje, también como en un golpe contenido cuando el rumano meneaba la cabeza hacia los lados. La pluma engarzada al final de su arete se movía de izquierda a derecha. La pieza de joyería era muy bonita, como de cobre, se agarraba de la parte superior de la oreja y del lóbulo sin necesidad de una perforación, y en los finos cables enrollados estaban colocadas siete piedras de colores que simbolizaban los siete chacras, adornados al final con la pluma de un ave exótica. “Me lo regaló una brujita de Honduras, son los auténticos chacras”, y el hombre alzaba las cejas y abría todavía más los ojos, orgulloso de la pieza que portaba.

Su nombre se quedó un tanto en el misterio; sólo una vez el chofer le preguntó, ¿usted es Chris, verdad? Sí, soy yo, respondió, pero nunca supe si era su verdadero nombre, una abreviatura o un engaño del acento guatemalteco de Don Aroldo.

Dicen que la primer frontera de Estados Unidos es el Río Suchiate, toda la línea imaginaria que divide México de Guatemala. El Estado mexicano se ha empeñado durante las últimas décadas en aumentar los requisitos para los centroamericanos, impidiendo que a través del país lleguen a alcanzar el sueño americano (o más bien dejando que el crimen organizado lucre con los indocumentados con el cobro de cuotas, el tráfico de personas y la trata, prostitución, esclavitud humana y trabajos forzados). El calvario que viven diariamente cientos de ciudadanos de El Salvador, Honduras, Nicaragua y Guatemala es entrar a México, no salir de la tierra de Miguel Ángel Asturias. Pero la verdadera hazaña para Chris era dejar el país de los quetzales. “Si tienes pasaporte gringo seguro no tendrás ningún problema, no te preocupes”, le dije, y entonces comenzó la revuelta explicación.

Según el y su español con acento agringado, estuvo unos meses en la cárcel, dos meses atrás. La única prueba de ello, además de su extraño comportamiento y de hablar todo el tiempo de marihuana, hashís y DMT, era un tatuaje en su mano izquierda. “Lucky Lovu”, decía, y según él significaba suerte y amor, omitiendo las faltas de ortografía de las cuales no se daba cuenta o no le importaban. “Me lo hizo un mexicano en la cárcel en Guatemala (capital). Él vivía bien, sabes, tenía su mota, su celular, su tinta, sus agujas”: otra sonrisa. “Mexican style”, bromeé, y el asintió, girando su cuello como una tortuga en cámara rápida.

El viaje desde Quetzaltenango, la segunda ciudad más grande de Guatemala, hasta la frontera de La Mesilla es de entre tres y cuatro horas. Cruzar, en un buen día, sin bloqueos, con poca gente y tranquilidad como los domingos, no toma más de media hora, y de Ciudad Cuauhtémoc, pasando la línea fronteriza, hasta San Cristóbal de las Casas, Chiapas, son máximo cuatro horas. No pasaron ni quince minutos desde que subimos a la camioneta para que empezara a hablar, y la plática iba escalando entre ramas, pasando desde la música gitana hasta las conspiraciones estadounidenses. Según Chris, el gobierno lo empezó a fastidiar desde que se metió a investigar conspiraciones ocultas, “como WikiLeaks, sabes”, en contra de las personas, los alimentos, la manipulación genética y el nuevo eje del mal compuesto por el presidente gringo en turno, el Papa y los cardenales del Vaticano. “La iglesia es el mejor negocio”, era su opinión que compartía viendo a los demás pasajeros a ver si alguno lo contradecía. Pero todos guardaban silencio y veían el paisaje, o fingían estar dormidos.

El rumano veía al frente, acompañando el sendero que se bifurcaba cada tanto por los hoyos y las piedras que caían de los montes, atorados entre las nubes de Quetzaltenango, entre el cerro del Quemado y el volcán Santiago. Abrió su lata de jugo, era de mango o de piña, algún sabor tropical del que no se quería desprender, como tampoco del hecho de que no quería volver jamás a Estados Unidos. Según contaba, porque mató a tres negros crackeros. Se metió en problemas con las mafias en Detroit, lo enviaron al hospital donde se quedó internado unos buenos meses y cuando salió agarró condición física otra vez, se estuvo preparando y entrenando, y entonces “quebró” a tres. Bam, bam, bam, tres negritos, los ojos fijos en mi, otra vez esa mueca tan dura con los labios, que venía desde su cicatriz en el cráneo, como si desde ahí el resto de su cuerpo se moviera, un tanto torpe, sin coordinación, pero con una tremenda fuerza. Cada uno de sus movimientos, el brazo, sacar el cigarro de su saco, prenderlo con furia, las miradas duras a todos lados, la sonrisa ocasional y un andar ladeado, como de mono con las manos en los costados hacia abajo, apuntando hacia el inframundo de Juan No’j, personaje de leyenda que se supone que vive dentro del volcán Santa María en Quetzaltenango, o Xelajú, como llaman cariñosamente a la ciudad en su nombre original en quiché.

Pero Chris no es Juan No’j. En su ánimo hay un rastro de los Balcanes, de sangre gitana de personas que dice bailan tres días sin parar y brincando. “Cuando escuchas esa música no puedes parar”.

Las historias no dejan de brotarle de la boca. Habla de manipulación genética, de cómo los gringos insertaron genes de araña a una cabra que cuando la ordeñan filtran la leche y sale telaraña que es el material más resistente, “más que los chalecos antibalas y el acero”, dice alzando la voz y moviendo la barbilla de arriba hacia abajo, creyéndose sus palabras y mirando de reojo al japonés y a los franceses a ver si ellos confirman su teoría.

–Oye, ¿y también quieres entrar a México así? Entonces no te bajas de la van y me dejas a mí hablar

–No, yo si quiero que me sellen en México, papi, yo no tengo problema. Yo amo a los mexicanos. Trabajé 23 años en la construcción allá en los Estados con mexicanos. Como veinte mexicanos y dos gringos, y los gringos se iban porque no querían los mexicanos, pero yo no iba a perder veinte sólo por dos gringos–, Chris voltea y pregunta si soy mexicana, sí, el acento me delata.

–A mí se me quedó mucho. Yo no puedo vivir sin el “chingar”, “chingada madre”, “a huevo”–, vuelve a sonreír, el único momento donde parece que de verdad se relaja y deja de espiar hacia todas partes y mirar con desconfianza al japonés, las montañas y la carretera llena de hoyos y topes (túmulos, en guatemalteco).

Lleva puestas dos chamarras que se termina quitando antes de llegar a la frontera de La Mesilla, que más bien parece un tianguis donde se vende ropa recién llegada de Estados Unidos (hay varios letreros de “hoy se abrió paca” en los locales más llenos), comida, zapatos, discos y juguetes. Casi todos son guatemaltecos aunque hay un par de mexicanos que entran y salen. Están los choferes de las distintas compañías de traslados entre ambos países, también los oficiales de migración que ven películas de Cantinflas y Tin Tan en el canal “De Película” y algunos curiosos que no se sabe qué hacen realmente pero llevan y traen maletas, consiguen transportes y tratan de ligar con las extranjeras, sobre todo con las canches (o güeras, en mexicano).

Aunque en Cuatro Caminos hace frío –ahí es el punto donde las personas que vienen de Xela y las que vienen desde Panajachel se reúnen y se suben a la misma camioneta rumbo a la frontera– en el cruce fronterizo hace calor. Mucho calor. Chris deja en la van el saco negro y una especie de chamarra deportiva, también negra, y se queda sólo con su camisa café, de una tela fresca, parecida a la manta, y sus pants negros también, deportivos. Tiene la camisa fajada y trae puestas unas botas estilo militar o punk que se ven extrañas con la combinación. Los brazos brillan con la resolana del sol que se asoma entre las nubes grises que amenazan con un aguacero en La Mesilla; por esa zona de Guatemala, sobre todo hacia Quetzaltenango, llueve tan fuerte que las personas no pueden salir de la ciudad en días, los cerros se desgajan, golpeados por la minería, y las carreteras se destruyen. Un verdadero calvario, dicen los chapines.

De todos los viajeros que cruzan sin documentos la frontera de La Mesilla –las últimas estadísticas del Instituto Nacional de Migración (INM) de 2004 registraron 1633581 personas que cruzaron con papeles por los distintos puntos fronterizos, y 204113 indocumentados–, Chris quizá haya sido el único rumano que quería salir de Guatemala en la clandestinidad. En 2004, 87 mil 170 personas pasaron con papeles por la frontera de Ciudad Cuauhtémoc, pero de lo demás no hay cifras concretas, por la irregularidad de la transmigración, y generalmente son centroamericanos que quieren cruzar México para llegar a Estados Unidos, o chinos e hindús que son escondidos también antes de llegar al imperio norteamericano.

Después de que el rumano se escabullera, oculto entre puestos de mercancía pirata, plásticos multicolores y el sonar de las rancheras y la marimba orquesta, caminamos un poco para subir a la otra van donde ya esperaba un chofer mexicano, joven, nacido en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. No pasaron ni diez minutos a bordo para encontrar el puesto migratorio mexicano: Chris se bajó confiado y tranquilo apretando su pasaporte y esperando en la fila –era el segundo después de una pareja de guatemaltecos–, pero no se lo quisieron sellar. “Es que no tiene sello de salida de Guatemala”, se quejaba. Salió a fumar un cigarro, otro más, en medio del calor. Se acercaba al chofer pero él no le seguía la plática, lo veía de reojo a través de sus lentes oscuros y su cara afilada.

¿Qué hacía Chris en Guatemala? Dijo que era guardaespaldas de mafiosos, que después no querían que dejara de trabajar para ellos así que le quitaron el pasaporte. Estuvo en la cárcel, por primera vez en su vida, en la capital del país centroamericano, después (o antes, nunca entendí muy bien) de haber pasado un mes sin salir del aeropuerto porque no le permitían subirse a ningún vuelo. Él, personalmente, habló con el jefe de la Policía Nacional, de tú a tú, según, y lo amenazó. “A mi no me da miedo, pfff”, hacía un ademán con la mano derecha mientras la izquierda abrazaba el asiento, colgando hacia atrás. Fruncía el ceño y la frente aceitunada se le arrugaba. Tenía muchas canas pero su cabello todavía no era del todo blanco. A lo que se dedicó una buena parte de su estancia fue a ser aprendiz de un chamán en el departamento de San Marcos, en el occidente del país. Le había enseñado a curar con plantas, con hojas de Coca traídas desde las mismísimas montañas bolivianas, y a hacer extracto de DMT, la sustancia alucinógena más potente conocida hasta el momento que está de manera natural en la Ayahuasca del Perú y en la mimosa, una “planta mágica que tienen ustedes en México, mágica.”

“Jimmy Hendrix fue de los primeros en consumir este DMT del forma en que yo hago también. Yo hago en aceite, en extracto, tardé dos anios en poder bien aprender. Ahora con ese aceite, es curativo, lo puse en mi piel y la regeneró, volví a tomar condición”: la plática del DMT es la que más dura. Media hora dándole vueltas a las maravillas de la molécula, contando cómo su vecino en San Marcos, que también era un chamán, tenía un cáncer en el cuello, un tumor, que se le curó al ponerle encima un aceite hecho con el alucinógeno, hojas de Coca y otras hierbas curativas. Chris también tenía el plan de quedarse en México un tiempo y estudiar bien las leyes de su natal Rumania respecto al DMT, “porque allá no hay de esto. Si yo voy allá y lo llevo, el país va a ser mío, todo mío, sabes”.

Al cambiar de vehículo el rumano quedó en la parte de atrás con dos gringos que acababan de sumarse. Uno de ellos tenía parientes ucranianos y comenzaron a platicar de Europa del Este, de los serbios locos, de los rumanos mafiosos, de las guerras y los genocidios. Chris hablaba en inglés, fluido, prácticamente sin acento, y se exaltaba platicando de las guerras en los Balcanes. Las palabras se perdieron un momento en el zumbido del camión, la plática del chofer y el fuerte aire acondicionado, pero eso no detuvo al rumano que no dejó de hablar de situaciones bélicas las siguientes tres horas de camino.

La van llegó a San Cristóbal. Finalmente, cerca de las cuatro de la tarde, con un cielo a punto de llover y los turistas emocionados por conocer Chiapas. Me bajé en la estación de autobuses y los demás siguieron la ruta hacia el centro. No volteé a ver al rumano pero escuché su voz, amigable, diciendo adiós y despidiéndose. Él continuaría su viaje, probablemente a Oaxaca, donde decía que podía comprar hashís a diez pesos y ser feliz, porque nunca iba a volver a Estados Unidos.