La Coahuila, el rostro más sórdido de Tijuana

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Ignacio Alvarado /reportemedia.com / diario19.com

 

 

Tijuana. – Tenía la sonrisa de la mujer que puede ser amada en el momento que lo desee. Unos ojos enormes y brillantes y la boca con el mismo poder seductor de su cuerpo. La imagen perfecta para quien busca caricias a cambio de dinero. Solo le faltaba glamur. Era medio día y comía tacos en un puesto ambulante estacionado sobre la avenida Constitución, a dos metros de la estrecha puerta que da entrada a un hotel barato donde otras mujeres, más jóvenes y menos impactantes, esperan cliente con el ánimo caído, vigiladas por sus explotadores. El puesto de tacos tiene más despachadores que comensales. Es lo que parece. Ellos en realidad son los vigilantes y vendedores de droga mimetizados en la enorme red de pequeños operadores que cubren la manzana del callejón y la calle Coahuila, en el corazón de la zona norte, la zona de tolerancia, el botón de muestra de la corrupción y el disimulo que permite el millonario negocio criminal no solo de la ciudad, sino del país entero.

El burdel con su hotel al lado, el puesto de tacos y los falsos comerciantes se multiplican como en un juego de espejos en esa galería urbana de la carne. Hay decenas de visitantes a pesar de la hora y el miserable aspecto de los edificios. Pero el historiador Josué Beltrán dice que ese aspecto deprimente es el mayor de los engaños. “La autoridad permite todo lo que aquí ocurre porque esta es una zona con un poder económico muy interesante. (…) Incluso es vox populi que (algunos) ex alcaldes tienen sus negocios particulares ahí, aunque eso es imposible de confirmar porque la inmensa mayoría de ellos operan con prestanombres”.

A la vuelta del puesto de tacos un grupo de turistas chinos camina como si lo hiciera por el paseo de las estrellas en Hollywood. Se colocan frente al Hong Kong, el club de estríper más legendario de la Coahuila, la internacionalmente famosa calle a la que solo puede rivalizarle el barrio rojo de Amsterdam, según la página oficial del club. El Hong Kong, como casi todos los establecimientos aledaños, opera veinticuatro horas. Más de un centenar de chicas hermosas esperan permanentemente por clientes que pueden disponer de los beneficios de un cajero automático y hotel integrados. Los turistas chinos (mujeres, niños y hombres) sonríen a la cámara sin quitarse las gafas para sol ni sus gorras y sombreros de safari.

En ese lugar, por la noche del mismo día, Tony Ley explica los términos de esa fascinación que tienen los turistas de la sordidez. “(Es que) todo lo que quieras lo tienes aquí, legal o ilegal. (…) Esto es el verdadero corazón de Tijuana”, dice esbozando una gran sonrisa mientras apunta hacia la acera donde un templo cristiano comparte paredes con los otros dos emblemáticos santuarios del sexo, Adelita Bar y Las Chavelas. El templo es un capricho inexplicable, porque tiene abierto medio siglo cuando la Coahuila se hallaba justo en una suerte de crisálida, a punto de su vida de mariposa. Tony Ley es, por su parte, el personaje que llegó cumplida la transformación.

Tony es la antítesis del dandi. Tenis, jeans y camiseta. Tan común como cualquiera que camina por ahí en busca de mujeres, alcohol y droga. La diferencia es que ha vivido literalmente de estas calles desde hace 15 años, cuando aún era adolescente. Así que de alguna manera es una celebridad, una especie de promotor de la vida nocturna zurcido por todo lo que el imaginario atribuye a la ciudad. Habla con la misma familiaridad de narcos, empresarios notables y personajes de televisión con aires extravagantes, como el chef neoyorquino Anthony Bourdain, a quien paseó en una limusina rosa para imbuirlo con olores locales, como el del Kentucky Fried Buche’s, una taquería con tanta grasa en sus muros como prostíbulos a su alrededor.

Afuera de los bares vecinos del templo cristiano, los clientes arden en deseo, irradiados por la luz de las marquesinas y los destellos rojos y azules de las patrullas. Cuatro camionetas con logos de gobierno se paran frente a la multitud para arrojarles condones a puños, como arroz en las bodas. Eso es parte de una campaña preventiva del sector salud contra enfermedades venéreas en el epicentro de una de las zonas más célebres de la tolerancia mexicana, en la que todo aquel que no sea cliente forma parte de la estructura que vive de la trata y el narcomenudeo. El disimulo oficial carece de sentido en un contexto como este. “¡Lo ves –Tony se exalta. Esto nomás pasa aquí!”.

Es probable que Tijuana sea la frontera más boyante del planeta. Finalmente es uno de los extremos del corredor más rico de Norteamérica, donde se alinean San Diego, Los Ángeles y San Francisco. Nueve décadas atrás esto era apenas un ejido, pero la era de la prohibición en Estados Unidos cambió su destino, duplicando su población cada diez años, un ritmo equiparable sólo con el registrado por Ciudad Juárez, el otro municipio fronterizo que acusó el impacto de la Ley Volstead. La Tijuana de hoy es cuna de una de las revoluciones culturales más reseñadas de occidente. Sin embargo, todo ello no ha bastado para sacudirse el estigma conferido por su zona norte, en donde La Coahuila es la parte medular.

“Hablar de la Coahuila es hablar de una calle que ha traspasado la importancia histórica-dice Gabriel Rivera Delgado, el coordinador del Archivo Histórico de Tijuana. “Es una avenida que en el imaginario local aparece como una calle de bares, cantinas y prostíbulos de todo tipo, y así ha trascendido también en el imaginario de películas y reportajes que han hecho de la zona norte reducto de todo lo malo, de todo lo prohibido, todo lo cual va dejando una huella, una marca y una percepción de cómo es la ciudad. Así que mucha gente piensa que Tijuana es el Adelita Bar, o que la Coahuila es la síntesis más precisa de lo que somos”.

La fama de la calle, en efecto, es trascendental. Los turistas y residentes que se atreven a ir –y lo hacen masivamente-, parecen tocados por el don de la ubicuidad. Saben perfectamente a dónde ir, a qué cantina, a qué prostíbulo, con cuál dealer. Es la misma idea que provoca, para quien observa, la nutrida cantidad de migrantes que se confunden entre los compradores de sexo que entran y salen de los hoteles. Aparecen de noche, en busca del pollero, como si conocieran su destino. “Cuando hablas de la Coahuila, seas tijuanense o no –se resigna Gabriel Rivera-, ya sabes de qué se trata: es el foco rojo de las cantinas, de los prostíbulos, donde hay drogadicción y migrantes, aunque ya no tanto como antes de que construyeran el muro”.

El policía de la esquina ha dicho que las mujeres más guapas están en el Adelita (“Ahí sí valen lo que cobran”). Adentro, una mujer realiza su performance tomada del tubo: una secuencia de movimientos sin gracia y rostro inexpresivo que sin embargo enajena a la audiencia, concentrada en el vaivén del cuerpo semidesnudo. Hay tantos clientes como bailarinas en oferta. Cobran en dólares, sesenta por veinte minutos, más otros veinte por el alquiler del cuarto que se localiza en una segunda planta. Se supone –ellas afirman- que nadie las explota. No hay padrote de por medio. Puede ser. Lo que es cierto es que entre ellas y las mujeres que se venden en la calle hay diferencias notables. La primera es que las de afuera provienen de Oaxaca, Puebla o Tlaxcala, no de Sonora, Sinaloa o Jalisco. La segunda es el precio: de sesenta dólares cae a doscientos pesos por media hora.

En México la prostitución no es delito, pero sí el lenocinio. Si en el Adelita existe pero no se ve, en las calles es más que evidente. Pero nadie interfiere con el negocio.

La Coahuila corre a través de diez calles, del río Tijuana hacia el poniente, a unos cuantos metros del muro fronterizo. El terreno que ocupa es un bajío que antes de la Segunda Guerra Mundial se utilizaba para el cultivo de hortalizas. El refuego de entonces era la Revolución, hasta hoy la avenida más famosa de la ciudad. Concluida la guerra, el centro se expandió hacia la zona de cultivos. Fueron construidas viviendas para los nuevos migrantes, en su mayoría empleados de bares y cantinas del área, y hoteles de paso concebidos esencialmente para quienes buscaban cruzarse hacia California. Y poco a poco, sin que nadie tenga registro preciso de ello, la pequeña manzana que comprende la Coahuila y su primer callejón, entre Constitución y Niños Héroes, fue consolidándose como el punto neurálgico de la venta carnal.

“Tan presente se tiene en el imaginario colectivo eso-dice el historiador Josué Beltrán para referir el efecto alegre que provoca la calle, como droga en el organismo- que popularmente la gente no se refiere a la calle como la Coahuila, sino como la Cagüila. Todo mundo sabe que es un referente de la ciudad. Está tan presente que actualmente uno de los burdeles de la zona se anuncia en espectaculares y hasta tiene su tienda de suvenir, en donde se valen de iconos locales como el burro-cebra para potenciar sus ventas. Y la gente lo acepta”.

Se refiere al Adelita, cuya tienda se localiza en la esquina de Coahuila y Constitución y sus espectaculares pueden verse por cualquier carretera que da entrada y salida a Tijuana. En la tienda hay infinidad de afiches y camisetas con logos alterados de Starbucks o Sabritas con el nombre del bar. La prostitución con guiño chic. Pero desde sus ventanales, al otro lado de la calle, decenas de mujeres son dispuestas como mercancía sobre los muros de cada establecimiento comercial, sin más artificio que sus vestidos diminutos y maquillaje sobrecargado para disfrazarles edad. El mundo avezado en la actividad de la zona les colgó el calificativo descarnado de “las paraditas”. Son quienes cobran doscientos pesos por treinta minutos de sexo forzado.

Del secuestro de jóvenes en estados del sur mexicano con propósitos de explotación sexual se ha escrito tanto que las instituciones encargadas de perseguir el delito caen en el fastidio más que en la preocupación. Hasta ahora, Marisa Ugarte, directora del Corredor de Seguridad Binacional Tijuana-San Diego, una organización que durante dos décadas ha trabajado en el rescate y asesoramiento de víctimas de tráfico y explotación humana, sostiene que ninguna de las cinco mil células que operan el negocio en Baja California ha sido tocada por la autoridad. Y si en un espacio público es ello tangible, es justo aquí, donde la policía municipal previene cualquier atentado en contra de la red de trata y distribución de droga, y nadie castiga la flagrancia del crimen.

El cuadro más vigilado de Baja California ha dado sin embargo cabida a operaciones de pacotilla, dice el historiador Gabriel Rivera. “Desde los 50’s y hasta principios de los 70’se prolongaron políticas moralistas de cerrar prostíbulos, tanto en la avenida Revolución como en el resto de la zona norte. Pero solo eran para manejar una imagen pública ante los medios y ante la comunidad. Eso el tijuanense lo tiene muy claro. Las familias de todo tipo saben que la Coahuila es una zona de focos rojos, una zona de tolerancia; se sabe lo que pasa ahí, toda la corruptela que ha tenido y todo lo que eso conlleva. La Coahuila es reflejo de lo que está pasando en todos sentidos”.

En 2003, el entonces alcalde Jesús González Reyes, un panista de larga trayectoria, dijo que en el municipio existían trece mil trescientos cuarenta sexoservidoras. Tomó como fuente al sistema de tarjetas sanitarias. Hace un año, Víctor Clark Alfaro, director del Centro Binacional de Derechos Humanos, estimó que al menos cinco mil quinientas mujeres son, además, obligadas a prostituirse. Sesenta por ciento del total labora en ese pequeño territorio conocido como zona norte.

Los alcaldes dejaron de lado la farsa de la clausura de prostíbulos hace cuarenta años. Pero ello ha suscitado un movimiento cada vez mayor de tijuanenses de alcurnia para censurar lo que allí ocurre. O mejor dicho, para desligarse de la realidad que hay en su zona roja. Sobre ello escribió Josué Beltrán en su tesis doctoral.

“Me llegaron a comentar-dice sobre los personajes que entrevistó- que desde sus abuelos persiste la conseja de nunca ir a la Coahuila. Y esa es una recomendación que ellos mismos transmiten a sus hijos hoy en día. Es algo tan arraigado en buena parte de la sociedad, que incluso hasta los historiadores han llegado a hablar de una especie de ‘Tijuana de los tijuanenses y el Tijuana de los turistas’, haciendo alusión a esta división, como si fueran dos mundos cuando en realidad es una sola ciudad, económica y políticamente hablando. Pero al final los tijuanenses saben que esto existe, y tan lo saben que lo niegan. Les da vergüenza”.

No sólo a los tijuanenses de abolengo les provoca resquemor la atmósfera corrupta de la calle.

En julio de 2008, Jaime Martínez Veloz, actual director de la Comisión para el Diálogo con Pueblos Indígenas de México, hizo pública una carta en la que solicitaban al Cabildo de Tijuana sustituir el nombre de Coahuila en esa zona donde cientos de descendientes de indígenas son forzadas a prostituirse. Martínez era portavoz de un grupo de coahuilenses, como él, radicados en esa frontera.

“Coahuila contrasta notablemente con el estatus, actividad e historia de la calle que lleva este nombre en Tijuana”, escribió. “(…) Estoy convencido que esta preocupación de los coahuilenses radicados o visitantes en nuestra ciudad, no es un asunto menor. Quienes queremos a Tijuana –al tiempo que respetamos nuestros orígenes y nuestros pueblos- compartimos el anhelo de disociar el nombre de Coahuila de las actividades que se desarrollan en la calle del mismo nombre, ubicada en la zona norte de Tijuana”.

No hubo respuesta positiva. La solicitud se realizó a mitad del ejercicio de gobierno de Humberto Moreira en Coahuila, antes de saberse el endeudamiento público que desató el mayor escándalo de corrupción en años recientes y mucho antes de que el estado mismo se convirtiera en escenario de ejecuciones extrajudiciales y de que células de la delincuencia organizada se atrevieran al asesinato de uno de los hijos del mismo ex gobernador. La Coahuila, dijo bien el director del Archivo Histórico de Tijuana, es reflejo de nuestro tiempo.

“La anuencia se da porque la ciudad se debe a ello-reflexiona Josué Beltrán sobre la calle y el enorme ejercicio de corrupción y simulación que allí se concentra. Es innegable que Tijuana es la ciudad que es debido a la actividad que giró en torno a las industrias que crecieron al calor de las prohibiciones, primero del alcohol y después de las drogas.

“Aquí era permitida la venta de las drogas, su importación. Hablo de 1926. Y de pronto el gobierno las prohíbe y nace el crimen organizado. Los mismos comerciantes le pedían al gobierno que permitiera reducciones en los impuestos de importación, cosas que les permitieran quedarse en el conducto de la legalidad, así que al momento en el que les dicen No, se organizan para establecer un mundo ilegal. Es lo que ha pasado con la prostitución. Y a lo que voy es a que son actividad que, aunque no nos guste escucharlo porque es sinónimo de leyenda negra, pues la ciudad creció gracias a ello, a la economía de esas actividades prohibitivas”.

De vuelta a la noche de viernes en el que la policía vigila que la explotación sexual y la venta de droga ocurra sin contratiempos, Tony Ley avanza junto con el grupo hacia donde está parada una de las camionetas de gobierno desde la que media decena de empleados arroja condones a puños. Son tantos que avientan bolsas enteras, con cientos de paquetitos naranja y morado. El mensaje es manifiesto: si no puedes (o no quieres actuar) contra el enemigo, úneteles. Tony se hace de una bolsa, con desenfado, y reparte entre los del grupo. Todos agarran tiras. Muchas. La bolsa queda a la mitad y Tony decide meterse a una cantina infame, atiborrada de trabajadores y migrantes que no pueden pagar más de diez pesos por una cerveza y cien por los servicios de alguna mujer.

“La noche es larga y hay qué cuidarse si quieres andar en el desmadre”, sentencia Tony cuando ha terminado de repartir todos los condones. No hay punto de quiebre mejor. Pobres y no tan pobres; intelectuales, empresarios y obreros inmersos en el mismo espacio de tolerancia condicionada. La perfecta metáfora mexicana.

La sexoservidora de los tacos de carne dice que ha llegado su hora de trabajo. No paga. Con jerarquías si se quiere, pero al final todos forman parte de una misma red. Nació en Culiacán, hace 24 años. Se pone de pie y avanza arrastrando con ella las miradas de todo el que se atraviesa. Sus largas piernas enfundadas en jeans la encaminan hasta el Adelita. Una vez adentro muda sus ropas. Reaparece en la oscuridad interior con un baby doll negro y plata, con maquillaje dramático y el cabello suelto y esponjado. Lista para subir a la pista a ejecutar la rutina que le permite cobrar sesenta dólares por treinta minutos, termine y no el cliente. Confirma que no hay padrote, que está allí por su gusto. Pero no sabe quién es el propietario que se lleva la mayor parte del mercado que ella y el resto de sus compañeras generan hora tras hora.

El historiador Josué Beltrán tampoco lo sabe, a pesar de haber ido decenas de veces al Registro Público de la Propiedad. “Allí claro que ninguno de estos prostíbulos aparece como tal, o como table dance-dice. “La mayoría está inscrito como café o restaurant, y los nombres de los dueños no dicen absolutamente nada: solo son personas que figuran para taparle el ojo al macho. (…) Rogelio Ruiz Ríos –otro historiador- por eso habla de un manto lúdico concupiscente para hacer una esencionalización de Tijuana”.

 

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