Los Mutilados del Carbón / Región Carbonífera de Coahuila, México

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Jesús Peña /  Vanguardia / diario19.com

 

A ver si el «Gober» me regala unos zapatos

No… no recuerdo si dijo que el día del accidente, ese que le cambió la vida, era de día o de noche, pero qué importa. La verdad es que si era de día o de noche resulta irrelevante, porque allá abajo, en las profundidades de la mina, siempre es de noche, no hay luz.

El detalle es que una máquina le pasó por encima, le arrastró y le arrancó las piernas.

Era una batería con la que acarrean los carritos de carbón allá abajo, en la mina. Así dijo él, una batería.

Sucedió en el Mezquite, Mina 2, de Carbonífera de México, Saltillo, Coahuila.

Él iba montado en la máquina, la máquina iba bajando a la mina, muy recio, y él tuvo miedo porque nunca había manejado esas cosas, no sabía, “estaba chavo como quiera”, 21 años, pensó que se mataba en el fondo y saltó.

Tras el salto pegó con la pared de la mina y la máquina le prensó la pierna derecha y luego la otra y lo arrastró, lo arrastró unos 20 metros, él cree. Todavía hizo el intento de levantarse, pero no, ya no pudo. Estuvo feísimo.

Lo que hizo fue arrastrarse, como se arrastran los solados en combate, se arrastró, jaló de la lámpara que aún colgaba de su casco y empezó a hacer señales con la luz.

De rato vino un compañero llore y llore, “¿ya pa’ qué lloras?”, le dijo él.

“Los mineros en su idiosincrasia te lo platican, ‘sabemos cuando entramos, pero también sabemos que uno de esos días no vamos a salir de la mina’”, me dijo Juan Arturo Montemayor Menchaca, médico del trabajo, graduado en el Centro Médico Nacional, ahora Centro Médico Siglo XXl, una mañana que platicamos sobre accidentes en su consultorio de Nueva Rosita.

Jesús Villanueva Sánchez sintió calientito, calientito, y cómo la vida se le iba yendo a borbotones escarlatas por la parte baja del cuerpo, por las piernas. Perdió mucha sangre.

Pero aguantó una hora más, abajo, en la mina, antes de que lo sacaran.

Lo llevaron entonces para la lampistería, el lugar donde se guardan las pilas y lámparas de los mineros, y estuvo allí otro rato.

La ambulancia no llegó y entonces sus compañeros arrancaron con él en un camioncito de la compañía, a encontrarla. Justo cuando lo sacaban para llevárselo, a Jesús le vino el dolorazo.

Lo recuerda “como si fuera ahorita”, dijo una tarde que lo pillé remolcando un tanque de gas de 45 kilos, rengueando sobre unas prótesis, como si tuviera piernas.

Era una tarde caliente, pegajosa, una de esas tardes típicas del pueblo de Agujita, en la Región Carbonífera de Coahuila.

Jesús iba en la ambulancia, transpirando de dolor, y oyó que un paramédico preguntaba “¿no trae torniquete ese muchacho?”, alguien respondió que no, “pos rompan una sábana…”, ordenó el hombre de blanco.

“Les dije ‘voy bien malo. Avisen en mi casa que aquí me llevan’”, contó Jesús. Llegó al Seguro de Monclova y no supo más por la anestecia.

Que era un milagro que estuviera vivo, “¡oiga!” le dijo el doctor que lo operó, porque había perdido harta sangre. Pero que quedaría en cama de cuatro a seis meses, le advirtió el galeno.

A las pocas semanas sus vecinos de Agujita lo vieron caminando por el pueblo sobre unas prótesis y desde entonces lo llamaron “El Amigo Libre”.

A Jesús le habían amputado las piernas, por debajo de las rodillas, primero la derecha y luego la otra, por culpa de la gangrena.

“Ya no tenía mis pies, pero nunca me agüité, o sea que me diera depresión. Tenía mis amigos, mis primos y ‘échale, adelante’”.

Al principio, en el Seguro, le pusieron un socket de yeso, amarrado con unas vendas y un pedazo de palo de dos pulgadas que calaba que ni qué en los muñones, en la carne viva.

“Un domingo llegó un amigo y me dice ‘¿qué andas haciendo cuñao?, le dije ‘quiero darle la vuelta a cuadra, si lo logro ya la hice’. Él agarraba una silla de ruedas y ahí voy yo con las muletas, caminando con lo que me habían puesto en el Seguro. Le dimos la vuelta a la manzanita y le dije a mi amigo ‘ahora sí cuñao, de aquí pa’ delante… primero Dios…’”.

Volvió a nacer, me dijo Silvia, su esposa, 38 años después, aquella tarde que lo encontré en Agujita, caminando, arrastrando un tanque de gas de 45 kilos, como si tuviera piernas.

Jesús estaba chavo, andaba ganoso de caminar y regresó a trabajar a la mina, primero de guardia, después al almacén, luego al cuarto de herramientas y más tarde un ingeniero le echó la mano y lo mandó a nóminas, a la oficina de raya.

“Me gustaba mucho el baile, ‘Los Barrón’, nomás que esta mujer ya no quiere bailar conmigo. Me gustaba el beisbol, iba con mis hijos a echar batazos siempre. Había veces que hasta corría”, me platicó Jesús sentado en la sala, con minisplit, en Agujita, como en ningún pueblo de la Carbonífera, se puede vivir sin minisplit, de la casa de su suegra.

Años después Jesús construyó casas, se dedicó a inventar antenas de televisión, tenía su fabriquita, y él mismo subía a las azoteas para instalarlas, como si tuviera piernas.

Tenía que mantener a su esposa y a sus dos hijos. No supo ni cómo lo hizo.

“Hay que fregarse con el señor, primeramente porque siempre anda de buenas, siempre haciendo que bromas, chistes, nos hace sonreír, verle el otro lado de la moneda a la vida, como quien dice. Para mí es algo muy grande, nunca se lo he dicho, pero fíjese que hoy le digo…”, me dijo Jesús Villanueva junior, de 32 años, el hijo mayor de Jesús.

-¿Cuánto recibe de pensión?, le pregunté al exminero.

-Dos mil ciento ochenta y tantos pesos… contestó sonriendo Jesús mientras el fotógrafo tomaba de cerca sus zapatos polvorientos, “cateados”. “Bueno, a ver si el ‘gober’ me manda unos nuevos”.

PERDIÓ UN BRAZO

Me olvidé preguntarle si era de día o de noche cuando lo de su brazo, pero es igual, porque al fin y al cabo en la mina las noches son de 24 horas.

La cosa es que él estaba al frente de una banda transportadora, cuando la polea le agarró el brazo derecho y entonces sintió un dolor bien fuerte y pensó, se dijo, que a lo mejor ya no, que él hasta ahí, que no llegaba al hospital. Tenía el brazo desprendido.

Lo llevaron al IMSS y después fue como si hubieran apagado la luz o puesto pausa a una película.

Hasta que Jorge Armando Olvera volvió de la anestesia y miró que algo le faltaba, era un brazo, el derecho, el derecho y Jorge había sido diestro.

“Me acuerdo que una enfermera me dijo ‘si tú estás aquí es porque Dios todavía no quiso que te fueras’”.

Hacía nueve meses que Jorge trabajaba en una planta lavadora de carbón del Grupo México.

“Ya no te sientes igual, como antes”

Tenía como 18 años, jugaba basquetbol, beisbol y hacía gimnasio, me platicó una tarde a más de 40 grados en su casa con porche y árboles, de Nueva Rosita.

En Rosita muchas casas son así, con porche y árboles, donde la gente se sienta a ver pasar los carros, los niños, los perros, la tarde.

De un día para otro Jorge andaba triste, desanimado. Había perdido un brazo, el derecho y Jorge era diestro.

“Ya no te sientes igual, como antes, pero poco a poco fui saliendo adelante con apoyo de mi familia, de amigos, de terapias”, me contó la tarde aquella que le vi por primera vez llegando a “Casa Grande”, de Industrial Minera México, la empresa donde ocurrió el accidente y en la que todavía trabaja, al volante de una Ecosport, estándar, como si tuviera dos brazos.

“Nomás me cambio y salgo. Espérame, ya me estoy cambiando”, escuché que me dijo por teléfono.

Después supe que para cambiarse, quitarse y ponerse la ropa, abrocharse el pantalón, (de botones, de zíper), las agujetas de los tenis, los zapatos, la camisa, la chamarra, escribir con la zurda, Jorge había sido diestro, y manejar una Ecosport, estándar, tuvo que empezar de cero.

“Mi hermano mayor me ponía a hacer planas, me enseñaba a escribir, que hiciera tantas veces y me regañaba, me decía ‘te tienes que enseñar’, y yo que no”, dice, la voz como se le quiebra, pero siempre no.

Un año después del accidente Jorge estaba de vuelta en la empresa, maniobrando un camión tres cuartos, montando guardia, acomodando el sonido para los eventos, dando mantenimiento a las áreas de trabajo.

“Nunca me caí, de decir ‘ya no voy a hacer nada, perdí el brazo, ya aquí me quedo’, lo fui superando poco a poco”.

Eso hizo que Liliana, una psicóloga que por entonces había sido contratada por Grupo México para atender a las familias de los mineros muertos en la explosión de Pasta de Conchos ocurrida en 2006, se enamorara y se casara con él. Jorge pensó que jamás se casaría.

“Desde que lo conocí lo admiré por su valentía, luego él me platicó de su situación, de lo desesperante que era adaptarse a esa condición. Jamás he escuchado que diga ‘no puedo’. Al principio, cuando nos casamos, era difícil para mí porque me adelantaba a querer ayudarle en alguna situación y entonces él decía ‘yo puedo hacerlo’. La mayoría se deprimen, manejan mucho rencor hacia la vida, él es diferente”, me contó Liliana al final de la tarde.

Y yo me quedé pensando, ¿de dónde es que les sale tanto coraje de vivir a los mineros éstos del carbón?

La minería del carbón es considerada como la segunda o tercera ocupación más peligrosa del mundo, me dijo el médico Juan Montemayor, certificado y recertificado por el Consejo Mexicano de Medicina del Trabajo.

“Las minas de carbón son un trabajo riesgoso. Con frecuencia, más allá de la deseable, se llegan a observar accidentes fatales”.

LA PIERNA IZQUIERDA

Serían las 3:00 ó 3:30 de la madrugada, quién sabe, porque debajo de la tierra siempre es oscuridad, tinieblas.

“En una mina de carbón no ves ni tu mano puesta así, si apagas la lámpara. Está absolutamente oscura. Tienes que aprender a caminar con la lámpara. Es otro secreto que los mineros tienen. El suelo está lleno, a veces, de lo que ellos llaman el ‘ensolve’, el soquete de carbón que es sumamente pegajoso, y a veces el techo de la mina está bajito, entonces tienes que ir centrando la lámpara, de manera que veas el techo y el suelo, sin perder de vista ninguno de los dos”, me dijo el médico del trabajo Juan Montemayor.

La cuestión es que a Rubén, quien trabajó en las minas por más de 40 años, le cayó un bloque de carbón del tamaño de un automóvil y le cercenó la pierna izquierda.

“Del tamaño del carro más o menos…”, me dijo señalando con la cabeza un coche compacto estacionado afuera de su casa, en Cloete, municipio de Sabinas, Coahuila.

La tarde que llegué lo encontré caminando sobre unas muletas, estaba sin camisa y andaban en bermudas y chanclas, capoteando, como todos aquí, el calor de perros de Cloete.

En los veranos de Cloete el calor siempre es así, de perros.

Rubén Zapata caminaba apoyado en sus muletas y entonces miré que algo le faltaba, una pierna, la izquierda.

Rubén se tumbó entonces en una mecedora bajo el porche de su casa “¿vas a tomar foto?”, preguntó y pidió a Edith, su mujer, que le trajera una camiseta.

“No pos vinieron todos los mineros a las 6:00 de la mañana y luego estaban grite y grite todos ahí todos, con las luces, y que ‘¡a Rubén le pasó un accidente!’, pos ahí vamos. Dejé todo prendido, nos fuimos las muchachas y yo, nos fuimos en la ambulancia que traían ellos. Ya cuando llegamos lo habían metido a operación”, contó la esposa de Rubén. No la dejaron verlo.

Que andaba rescatando carbón debajo de la mina, la Mimosa 6, en Palaú, así dijo Rubén, después que la máquina, un cepillo que corta carbón de una a siete pulgadas de diámetro, y cuyo recorrido de 200 metros, dependiendo del diámetro, dura menos de un minuto, hubo realizado su trabajo.

Rubén andaba rescatando hulla cuando de arriba cayó un bloque de carbón del tamaño de un coche, rebotó en la pared y luego en el filo de un barandal que dio con Rubén y le rebanó la pierna izquierda, así entendí lo que me dijo Rubén. Eran muchas toneladas.

“Manejan maquinaria que, por sus características y dimensiones, es altamente peligrosa ¿Te imaginas tú un tambor de corte que tiene picos de diamante para ir arrancando el manto de carbón? Si alguna persona, por alguna circunstancia, se llega a poner en el camino de esa máquina cortadora va a recibir lesiones sumamente serias. Si a eso le agregamos el material hidráulico que manejan, que tiene una presión, pero enorme en su funcionamiento, también ocasiona que las personas pueden sufrir mutilaciones o heridas sumamente graves.

“Los caídos famosos, piedras de varias toneladas que se desprenden del ‘cielo’. Si le cae una piedra a una persona de esas magnitudes seguro que pierde la vida, y si es en una parte del cuerpo en la que la cae, seguramente va a sufrir una mutilación. Los fierros y las máquinas no tienen palabra de honor y de repente puede ser que una vigueta o una viga que es de acero se venza y haya un caído o que por un lado se tire la tabla de carbón y te caiga encima, o que cuando va saliendo el malacate el cable se reviente y el carrito se regrese hasta lo que llaman la plancha…”, me dijo Montemayor Menchaca, conocido entre la gente de la Carbonífera como “El Médico Minero”.

El doctor Montemayor, quien se desempeñó como médico del trabajo entre 1985 y 2004, se jacta de haber bajado a todas las minas de la región, incluyendo la Cuatro y Medio de las Esperanzas, Coahuila, en la que murieron 37 mineros tras una explosión ocurrida en 1988.

Cuando lo sacaron del fondo de la tierra para trasladarlo al hospital en una ambulancia, Rubén todavía llevaba la pierna colgando. Se amarró entonces un pañuelo como torniquete alrededor de la herida.

Sentía que la piel se le iba a reventar y cuando aflojaba el pañuelo la sangre saltaba embravecida.

Permaneció internado 48 horas en el IMSS de Rosita, pero al cuarto o quinto día del accidente ya andaba en la calle, en las tiendas, como si tuviera pierna izquierda.

“¿De que me agüité?, no”, dijo Rubén.

Entonces le pregunté que de qué diablos están hechos los mineros de la Carbonífera, que son tan bravos.

“Pos no sé, pero dice uno ‘¿pa’ qué te agüitas?’, si el mundo va a seguir pa’ delante, si te va a tocar mañana pos ni modo, no hay por qué acobardarse”, dijo.

Y luego me hizo una revelación: que entre los 63 mineros que quedaron enterrados en la mina Pasta de Conchos está su hermano, el mayor.

“Todavía no los han sacado”, dijo.

-¿Por qué?

-Es mucha la política que hay sobre el minero, ¿me entiendes?, y muchos los intereses.

Rubén había comenzado a trabajar en las minas de carbón de Cloete siendo un rapaz, 17 años, después que regresó de Estados Unidos donde se empleó como jornalero agrícola en las matanzas, en las pollerías, en los deshuesaderos de animales, en los restaurantes.

-¿Por qué se metió a lo de las minas?, le pregunté.

-Porque no había trabajo y nadie te daba la mano, dijo.

Y siguió tumbado en su mecedora, viendo para la calle incendiada de sol.

“Pero la compañía me dio todas las facilidades, me terminó bien. Lo único que me falló fue el Seguro, porque no me dieron los promedios que traía yo…”.

-¿Cuánto le dieron los de la empresa?, lo volví a interrogar.

-Arriba de lo que yo alcanzaba, aparte de eso me puso la pierna (prótesis) donde yo quisiera, fuera aquí, en Estados Unidos, en Francia. Yo la quise en León, Guanajuato y es la que tengo. El Seguro no te pone nada. Ahí tengo la pierna que me puso el Seguro, no sirve.

Al rato vino su esposa con la próstesis, la pierna de fibra de vidrio de siete kilos de peso con la que Rubén sale caminado a la calle, maneja, recorre el centro, se avienta unas cervezas, monta a caballo, “nomás andar en bicicleta no puedo, pero a caballo sí”, y va de viaje a Rosita, a Saltillo. El sábado fue a Eagle Pass, me contó.

Le daban una próstesis computarizada, cómo anda la ciencia, con la que hasta podría usar botas vaqueras, correr, pero a Rubén no le gustó, porque estaba muy pesada, como 10 kilos.

Rubén me contó que a veces tiene esa como sensación rara que experimentan los mutilados de sentir comezón donde ya no tienen pierna, pero no se agüita.

“Ah sí, te da comezón, acá, no teniendo nada. Es que el cerebro no acepta que te la hayan mochao”.

YA NO QUISO CAMINAR

Juan no está muy cierto si era de día o de noche cuando le pasó, lo que le pasó.

Y yo le digo que no se apure, hombre, total allá abajo, en la mina, nunca amanece, es la noche sin fin, sólo que sin luna ni estrellas.

Sino que Juan iba saliendo de la mina y un carrito, de esos que se usan para acarrear el carbón en las minas, se lo llevó de encuentro y le voló la pierna izquierda, “la pata”, dijo él.

Ya nomás Juan se quedó tirado, aturdido por el golpe, ensopado en un sudor álgido.

Tuvo miedo de que no le saliera la voz, “dije ‘si puedo hablar me defiendo, si no, aquí me mato’”, al fin gritó: “¡acá estoy tirado!” y sus compañeros vinieron de volada a rescatarlo.

Me contó Juan, riendo, como si hubiera sido de un mal chiste del destino.

-¿Lloró usted?

-No, no lloré, nada.

La tarde que lo conocí Juan Alcalá estaba sentado en su silla de ruedas, atajándose el calor a la sombra de unos árboles escuálidos, del jardín escuálido, en su casa de Palaú.

Se había puesto la prótesis nomás porque sí, se la puso y ya, sin saber que yo iría a buscarlo. Hace dos años que Juan se cansó de caminar, ya no quiso.

Pero después del accidente ese que lo dejó sin su pierna izquierda Juan se levantó de la cama y salió, caminando con la prótesis que le compró la compañía, a trabajar de ganchero en los pocitos de carbón, vaciando tambos y tambos de hulla.

“Los mineros son gente sumamente valiente, sumamente trabajadora. Su trabajo los hace únicos, exclusivos, singulares. Con todo el orgullo del mundo te digo que compartí con ellos las negras paredes de las minas más de una vez, porque mi profesión de médicos de salud en el trabajo me obligaba a ir a esos lugares a reconstruir un accidente, a hacer un análisis de un puesto, a algún recorrido a las minas de carbón que la Comisión de Seguridad Mixta solicitaba…”, contó el médico Juan Montemayor.

Hoy de Juan Alcalá no quedan más que ruinas.

Para que me oyera tuve que acercarme hasta al huevo de su oreja y gritar; y hace años que Juan se quedó ciego del ojo derecho, mira borroso.

Lo del oído, me contó, le vino por los truenos de la dinamita, allá cuando trabajaba en las minas de metal, porque para sacar el metal de las minas tienen que tronar dinamita y de tantos truenos Juan se quedó sordo.

Otro día que estaba en la mina martillando con su mazo sobre una piedra, brincó una esquirla de yeso y le pegó en el ojo.

Desde entonces anda con la vista empañada, como si la tarde de un día neblinoso se le hubiera quedado pegada en la retina para siempre

Además Juan tiene los pulmones jodidos de tanto y tanto aspirar, por años, 30, el polvo negro del carbón.

Un día de hace dos años Juan, decidió que ya no quería caminar y se quedó sentado en su silla de ruedas viendo rodar el mundo.

“No, ya no quiero caminar, ya no quiero”, dijo.

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