Presidente Obama, los migrantes mutilados lo buscan, están afuera

diario19.com / Rodrigo Soberanes

 

Si los migrantes mutilados logran terminar de escribir la historia de su segunda caravana como pretenden, se reunirán con Barack Obama y le contarán cosas tan terribles que pueden sensibilizar hasta a un presidente de Estados Unidos.

Le contarán, por ejemplo, cómo sintieron cuando el tren que los traería a su país les cortó sus brazos y piernas; Le narrarán cómo pasaron la noche entre las hierbas en algún paraje y que están vivos porque el calor de las ruedas del tren cauterizó sus heridas.

Si se anima, uno de ellos le dirá que los guardias de un centro de detención de Texas pasaron cinco minutos pensando cómo esposarlo para llevarlo a una cita con el doctor, a pesar de que sólo tiene un brazo.

Puede que le informe que un guardia de apellido Vázquez, de origen mexicano, le encadenó su único brazo al cuerpo.

Le explicarán qué tan grave es la pobreza en su región, Centroamérica, donde Estados Unidos ha financiado golpes de Estado y mandado a sus empresas que matan líderes campesinos a conseguir mano de obra barata y apropiarse de los recursos naturales.

Le dirán que la gente no emigra por deseo, sino por una necesidad más grande que el peor de todos los miedos: el de morir. Y le explicarán que en su país, Honduras, de todas formas los niños y los adultos ya se matan por cualquier cosa.

Son cosas que Obama debe tener ya en sus informes, “pero nosotros  somos la cara más triste de la migración”, dice uno de lo miembros de la caravana. En sus cuerpos mutilados está el mensaje que ha de recibir Obama. A ver qué cara pone.

Ya se verá. Por lo pronto, así va la historia hasta el momento:

Hace cuatro meses, 17 migrantes mutilados se subieron a unas balsas de hule y tablas con todo y prótesis y sillas de ruedas, y cruzaron el río Suchiate para entrar a México y seguir hasta Estados Unidos.

 

Hoy le están tocando la puerta de casa al presidente Barack Obama.

Ya sólo quedan 8 del grupo original y están en Washington durmiendo en una iglesia y saliendo cada día a manifestarse frente a la Casa Blanca en espera de una audiencia con el presidente que -afirman- están gestionando a través de organizaciones y congresistas.

Son los integrantes de la Asociación de Migrantes Retornados con Discapacidad (AMIREDIS) de Honduras, un país sumido en la pobreza, violencia de pandillas y corrupción que hoy es el escenario de multitudinarias manifestaciones pacíficas en repudio a su mal gobierno.

“Somos la cara más triste de la migración…sin contar a los muertos y desaparecidos”, dice José Luis Hernández, presidente de AMIREDIS, que perdió una pierna y un brazo hace siete años cuando se cayó del tren en Delicias, Chihuahua.

Junto a él, otros ocho que también fueron cercenados por las ruedas de un tren de carga en México, le quieren contar sus historias al presidente del País que representa el sueño por el que miles pierden la vida cada año.

Ya lo habían dicho un domingo de abril de 2014 cuando se reunieron en El Progreso, del departamento de Yoro, en Honduras. Querían lanzarse a la ruta migratoria donde dejaron tiradas sus extremidades y pedir a las autoridades que impidan más desgracias.

La idea comenzó a germinar cuando cada uno se fue caminando por la zona de mercados de El Progreso rumbo a sus colonias y aldeas y terminó por florecer cuando menos de un mes después estaban todos juntos en México en su primer caravana.

Los medios de comunicación comenzaron a contar sus historias y difundir sus imágenes, y el Instituto Nacional de Migración, que no los dejaba avanzar de Tapachula, Chiapas, quedó obligado a darles vía libre.

Llegaron a la capital del país. Fueron recibidos por senadores y activistas, llevados a entrevistas con medios de comunicación de amplia difusión y obtuvieron visas humanitarias para transitar por México.

Su principal objetivo era un encuentro con el presidente Enrique Peña Nieto pero no lo lograron. “Hicimos mucha incidencia y dejamos nuestro mensaje”, decía aquella ocasión un cansado José Luis antes de regresar a su país con los gastos pagados por el gobierno de México.

 

“El pasaje de regreso sí lo resolvieron rapidísimo”, decía el joven Hondureño.

En el guión de la historia de esta segunda caravana se cuentan deserciones en México, una tensa espera en la frontera de México-EU y la rendición ante las autoridades de los 13 que cruzaron el río Bravo.

No sé sabe qué pasó en la mente de tres de ellos cuándo, habiendo pasado tal odisea para llegar a ese lugar, decidieron firmar su deportación inmediata.

Se cuenta en esta historia que tras la petición de asilo político fueron llevados a un “campamento”. Así les dijeron. Y ellos pensaron en los campamentos de su país, donde la gente la pasa bien, cuenta José Luis Hernández. Pero no fue así.

Llegaron a una cárcel, al centro de detención de Pearsall, en el sur de Texas. Les quitaron su ropa, esa ropa que eligieron porque les acomoda bien para su condición de discapacitados. Les pusieron un uniforme.

“Aquí no vienen a un hotel. Ustedes quisieron venir aquí, nosotros no fuimos por ustedes”, son algunas de las primeras frases que escucharon.

Pensaban que su condición “especial” ayudaría para recibir “algún tipo de consideración”, dice José Luis, que estaba tan convencido que se animó a hacer una huelga de hambre que sólo le sirvió para que lo aislaran del grupo.

Más frases lapidarias taladraron sus oídos:

“¿Tu crees que eres el primero que ha hecho esto? Aquí lo han hecho miles. No vas a morir en nuestro centro, no te vamos a dejar, te vamos a alimentar con sondas”.

Todavía no ha pasado más de un año y medio desde aquel día en que los migrantes de AMIREDIS se reunieron aquel día que parecía tan normal y fue el inicio de este cuento extraordinario.

Antes de esa pequeña reunión en su terruño, José Luis pensaba que en eso de tocar fondo él ya había cumplido su cuota. Pero le pasó algo que le sacó más lágrimas que su accidente fatídico en Delicias. Es el episodio de las cadenas en el centro de detención:

“Cuando me llevaron a que me viera un doctor de terapia ocupacional estuvieron como cinco minutos pensando cómo esposarme y yo decía no puede ser que me encadenen, sería lo último que me pudieran hacer´.

Vino un oficial y les dijo: pónganle una cadena en su cintura y átenle el brazo a su abdomen y ya, listo. Dije yo, `no puede ser´…¡y lo hicieron, lo hicieron! Cuando me estaban esposando yo lloraba, y les decía `qué barbaridad, no es posible que hagan esto conmigo, esto es estúpido´”.

Después de esta tempestad llegó la calma. Un juez analizó sus peticiones de asilo y consideró que los ocho migrantes habían pasado por suficientes dramas y les dio visas temporales para poder transitar por Estados Unidos.

Los catalogó como personas “creíbles” con ayuda de abogados de la organización RAICES y salieron disparados a contarle sus vidas y sus mensajes a tantos norteamericanos como han podido en pláticas y conferencias de prensa.

Todos, a excepción de José Luis, tienen familiares en Estados Unidos con los que ya podrían haber ido. Podrían acurrucarse bajo la sobra del Tío Sam pero no lo hacen. Siguen acumulando días y días sin dormir en una cama y acudiendo a plantarse bajo el sol frente a la Casa Blanca.

No tienen un pliego petitorio ni una propuesta que darle al hombre más poderoso del mundo. No traen grandes proclamas para titulares espectaculares en la prensa. ¿Para qué, si ya están ellos ahí en persona?

-¿Qué le van a decir a Obama?, se les preguntó.

-“Que escuche nuestras historias”.