Ruanda; una experiencia intensa, memoria que no olvida

CÉSAR FIGUEROA /revista bloc/ reportemedia / diario19.com

 

Historia construida con retazos de memoria que ilustra hasta dónde puede llegar la condición humana cuando el odio se apodera de la políticaUna 

 

fernando ruis sierraDesde los primeros días en África, Fernando Ruiz Sierra fue consciente de que su relación con esas tierras sería una experiencia muy profunda. Primero se le coló ese intenso olor a naturaleza que parecía resguardado por los thorn trees o árboles de sombrilla. Después ese olor se fue mezclando con el de la enfermedad y la pobreza de aquella gente que lo consultaba en su estancia como médico voluntario de Naciones Unidas. Más adelante fue la violencia, y entonces llegaron los aromas de la brisa de sangre: el olor penetró hasta el fondo.

“La gente no tenía ningún apego a la vida, y la muerte era sólo algo que estaba muy a la vuelta de la esquina y así lo deseaban. Para la mayoría vivir representaba mucho dolor. Esa alegría natural del africano casi había desaparecido de sus aún inquebrantables vidas. Ellos caminaban en la orilla del asfalto siendo atropellados y muertos por centenas por los camiones y autobuses que circulaban por las carreteras a toda velocidad. Ellos no decían nada, no corrían, no se movían fuera del camino. Era sorprendente, era como si desafiaran a los conductores a que los mataran para que dejaran de sufrir en este mundo, para ellos tan lleno de infelicidad”, recuerda Ruiz Sierra.

Como médico voluntario colaborador de Naciones Unidas en la ayuda a Refugiados, a Fernando Ruiz Sierra le tocó ver la cantidad de gente enferma, las secuelas y la miseria que estarían, por doce años en que permaneció por esos sitios, frente a él: enfermedades infectocontagiosas, cáncer, carencia de medicamentos, entre otras cosas. Ruiz Sierra paulatinamente se fue adentrando en esa parte humanamente más compleja y difícil de los territorios africanos. Vio dotadas de carne, de huesos, de sangre a la miseria y la enfermedad. Vivió las carencias estructurales que se tenían para enfrentarlas. No es que Ruiz Sierra no estuviera ya curtido. Si no más bien era que quizá, y aun sin quererlo, su estancia en África era un contacto intenso con las partes más oscuras y más complejas de la condición humana.

Tal vez el problema del SIDA sea ilustrativo de aquellas condiciones. Su contagio, cuenta el médico, rebasaba por mucho su transmisión por vía sexual. “La misma pobreza obligaba a que se utilizaran las jeringas para aplicar vacunas y medicamentos en varios pacientes sin ser cambiadas por lo menos por otras estériles. Lo pavoroso era que cuando se compraban agujas para las jeringas que se esterilizaban, se nos daba una piedra cuadradita y áspera para limar y afilar las agujas para seguir usándolas una y otra vez, hasta estar tan chatas las puntas que ya no podían utilizarse”.

Si ya el escenario de la salud era complicado, al doctor Ruiz Sierra le tocó convivir con la presencia de algo peor. A esos contextos de pobreza y de enfermedad donde se desenvolvía el médico sólo le faltaba la violencia como forma cotidiana, la masacre en vivo, todos los días. Una de las partes más oscuras de la pobreza, considera Ruiz Sierra.

Eran los meses más duros cuando formó parte de un grupo de ayuda humanitaria que apoyó en esos territorios. De los doce años que permaneció en África, dos de ellos los pasó en Ruanda. Justo durante los días más difíciles: los hutus masacraban a los tutsis sin más justificación que una aparente diferencia racial. Eran días en que la muerte tenía un costo cuando la gente tenía que pagar para morir de manera inmediata por el impacto de una bala y no hacerlo desangrados, después de que se les cortaran pies o manos; aquellos días en los que, en la huída masiva buscando la frontera con Uganda, la gente iba dejando a sus enfermos graves o a sus muertos en la orilla del camino, llenos de hormigas o en estado de putrefacción; aquellos en que la gente caminaba invadiendo la carretera sin importar el flujo de los automóviles. “Incluso se sentaban muy cerca como retándonos a atropellarlos, como si pidieran misericordia para que los matáramos y de esa manera dejar de sufrir la pobreza y la gran desesperanza en que vivían”, dice Ruiz Sierra.

No había duda: para el médico la experiencia en África sería intensa y a la vez contradictoria. “Aprendí a convivir con otro lado oscuro de la pobreza: la guerra y sus fatales consecuencias en el completo concepto literal de la palabra salud. No es lo mismo estar pobre que, además de serlo, se tenga una guerra en el territorio. Eso da más desesperanza, más indolencia, mayor injusticia, más desesperación y por lo mismo más pobreza, hambre, enfermedades y su larga secuela de muerte cruel”.

A pesar de que han trascurrido trece años, la historia vivida por del doctor Ruiz Sierra, no deja de perder vigencia. Es una revisión de la condición humana que, para ser comprendida, para acercarse a ella, parece necesario no soslayar sus lados oscuros. En la violencia se transgreden barreras físicas, emocionales, sociales. Y tal vez por ello sea una de las situaciones en que se encuentra uno con la condición humana tan a flor de piel. Ruiz Sierra lo sabe. Ahora cuenta su historia, algunos de esos años oscuros en el contiente africano.

El viaje duró casi veinticuatro horas. A pesar del cansancio, desde la ventana del hotel Ruiz Sierra tomó tiempo para observar a toda esa gente que circulaba a su alrededor. Estaba en Nairobi –capital de Kenia–, en la zona de Adam´s Arcade. Frente a la parroquia había un supermercado, Uchumi, por lo que había mucha gente en el lugar. Señoras que vendían sus productos y largas filas de trabajadores que iban a sus centros laborales en la zona industrial desde la zona de Kibera.

Fernando Ruiz Sierra había llegado como médico voluntario. Aunque era consciente de que se trataba de un reto muy difícil, se sentía motivado. Le ilusionaba ayudar a la gente, le estimulaba poder colaborar, ser solidario con aquellas personas que vivían en situaciones adversas. Sin duda que en esos territorios había mucho que hacer.

A nadie extrañó que Ruiz Sierra se fuera a África. En realidad dos cosas parecen ser siempre una constante en su vida: el  viaje como una forma permanente de buscar la realidad, de conocerla, de expandirla más allá de las narices –hecho que lo llevó a realizar de manera constante sus “viajes interespectrales”, como él los llama, desde los diecinueve años–, y un humanismo altruista.

Ruiz Sierra a la vez también se mira a sí mismo como un ser híbrido en el que confluyen una parte conservadora, manifiesta a través de su vínculo con la religión católica, y otra revolucionaria, por ese deseo de cambiar en el mundo las cosas que no van bien.

Sus primeros viajes de juventud fueron desde la tutela de un marxismo utópico que lo llevó a dejar por un tiempo la escuela de medicina para recorrer Europa y Centroamérica con la intención de acercarse a la gente y comprenderla desde sus contextos y sus motivaciones. Después vino su experiencia en un seminario de Guadalajara. Habitó en ese lugar, se preparó como seglar asociado y convivió con más de ciento cincuenta sacerdotes misioneros de todas partes del mundo. Su marxismo fue mutando hacia un humanismo que consideró más amplio. Fue una de las prioridades tratar de dar ayuda a la gente. Se hizo voluntario. Los Misioneros de Guadalupe lo invitaron a trabajar al África. Después de especializarse en una escuela de los Ángeles, California, partió a Nairobi.

En ocasiones Ruiz Sierra se trasladaba al interior de Kenia. Seguía la ruta del Masai Mara, imponente parque nacional de vida salvaje. “Fue ahí que el color y el olor de la naturaleza se empezaron a mezclar con el de la enfermedad, la pobreza extrema y el olor a leña quemada en la piel y las ropas de la gente que tenía que consultar en la clínica de Mulot”. Ruiz Sierra no tardó en destacar en su trabajo. El doctor Santini, cirujano milanés y colaborador de la Naciones Unidas, supo del médico mexicano. No tardaría en tratar de contactarlo.

Un día Ruiz Sierra tuvo una cirugía delicada. Era de tiroides, por lo que se requería mucho ahínco y delicadeza. Santini entró a la sala de operaciones y miró la ejecución. Fue un éxito. Hubo una mínima hemorragia, por lo que Santini lo felicitó y le ofreció trabajar con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Podía colaborar en cualquier parte de Europa del Este, en Asia o África.

Al principio Ruiz Sierra rechazó la oferta, estaba creciendo su buena reputación en el hospital y fuera de él, además de que pensaba en su familia –en el lapso que vivió en África, conoció a su mujer y nacieron dos de sus hijos–. No obstante Santini volvió al día siguiente. Le ofreció en concreto un trabajo en Ruanda. “Fue tanta su insistencia que luego me mandó una italiana de nombre Maria Duzzati a que platicara conmigo. Ella, con todo y su cáncer de mama en tratamiento, vino a la ciudad de Nairobi a tratar de convencerme para trabajar con ellos; lo logró”.

Ruiz Sierra estaba camino a Ruanda y aunque su idea era ir por tres meses –uno de vacaciones y dos de permiso sin goce de sueldo que se compensaría con los tres mil dólares mensuales que acordaron–, su estancia se prolongó por dos años.

Ruiz Sierra tenía algunos referentes sobre Ruanda. Sabía que estaba ubicado en el corazón del continente, que estaba rodeado por Uganda (al norte), Tanzania (al este), Burundi (al sur) y la Republica Democrática del Congo (al oeste). También que era uno de los países más densamente poblados del continente y que su capital era Kigali. Aunque el hecho de ir a aquel país le obligó a investigar más sobre él. Supo que la lengua oficial era el francés y el nacional el kinyaruanda, que la moneda era el franco ruandés y que su religión mayoritaria era la católica, con minorías de grupos protestantes y el Islam. Supo también que el país tenía una gran tasa de natalidad pero con una gran mortalidad infantil, debido entre otras cosas a sus deficientes servicios de salud y a la guerra. Le dijeron que en Ruanda convivían tres grupos étnicos: los hutus, de etnia Bantu y que eran las nueve décimas de la población; los tutsis, de etnia Nilotica y que eran menos de una décima parte, de ocupación pastores y que habían sido tradicionalmente la clase dominante; y los Twa, grupo de pigmeos que eran una minoría y que vivían de la agricultura y la ganadería familiar de subsistencia, con una situación geográfica no muy apta para los cultivos.

Llegó a Ruanda a Le Centre Hospitaliere d’Gahini, lugar creado por la Iglesia Anglicana. Cuando llegó al hospital las cosas parecían no ir del todo bien. La infraestructura parecía un vestigio del medioevo, con instrumental arcaico e instalaciones algo menos que austeras. Además de ello, existían problemas administrativos y la misma actitud de algunos de los trabajadores. Se cuenta que antes de la llegada de Ruiz Sierra, uno de los encargados era un doctor nativo que había estudiado en la universidad de Padua, en Italia, y que hablaba italiano e inglés. Sin embargo, era un médico alcohólico e irresponsable: había acabado con tres ambulancias en choques y hasta había tenido una volcadura en uno de los automóviles de la institución de la que salió ileso. Además administraba el lugar de manera corrupta y había una gran cantidad de despilfarros, robos y uso de la gente para crear un coto de poder político en el hospital. Era una situación complicada a la que había que añadir un ingrediente: la percepción que los nativos tenían de los “musungu”, es decir, de los blancos.

Los “musungu” o los blancos, no eran del todo bien vistos por los nativos. Siglos de opresión y una reiterada actitud de soberbia fomentaban un constante rechazo. Los niños escuchaban, como lo habían hecho por generaciones, de la maldad de los “musungu”. Por eso “cuando un niño o un grupo de niños me veían, corrían despavoridos, esperando que me transformara en monstruo”, recuerda Ruiz Sierra. A eso habría que añadir que para muchos de los ruandeses habían sido los blancos los verdaderos responsables de propiciar la mantanza. En su afán desmedido de ganar el control sobre los recursos del centro del continente, se dedicaron a crear el odio tribal que terminó con la masacre. De todos los muertos, sólo fueron contados los lesionados blancos.

Había mucho rencor hacia los blancos. Un momento de saciarlo sin el uso de las armas, era cuando alguno de ellos tenía que realizar un trámite burocrático. Los ruandeses trataban de retrasárselo lo más que pudieran, como cuando en el aeropuerto se tramitaban las salidas y se las dilataban tanto que había ocasiones en que perdían los vuelos. Peor si se les ofrecía un soborno. En el afán por molestar al extranjero, dice Ruiz Sierra, los ruandeses, pese a que corría la fama de que eran muy corruptos, se daban baños de pureza y hasta llegaban a encarcelar a alguno de los blancos que los insinuaban.

Toda la aversión hacia el blanco no era ajena a la vida en el hospital. Ya otros médicos blancos habían estado ahí y se habían mostrado déspotas o distantes. Ruiz Sierra trabajó para ir cambiando esa impresión. Una de las formas fue jugar con ellos futbol.

Había un campo a cien metros de la casa de la Naciones Unidas, en la que habitaba Ruiz Sierra, con dos o tres árboles enormes en donde jugaban cada domingo. El médico recuerda que en ocasiones había muy buenos partidos. Era una reunión de amigos con toda la comunidad. En varias ocasiones Ruiz Sierra se llevó los aplausos por su entusiasmo. “Eso los emocionaba mucho. Me daban más ganas de entrarle duro al balón. Era muy feliz, me sentía muy bien aceptado en medio de la gente. En general me trataron no como a un extraño, sino como a alguien que vino en buen plan a ayudarles y gracias a que se nos dio bien el trabajo, la comunidad estaba contenta con la ONU, el ACNUR y el CINS (Cooperazione Italiana Nord Sud)”.

La población en general vivía en la pobreza. Eran casas redondas con mala higiene, sin letrinas, sin agua potable. Sólo en las casas de tabique se tenía electricidad. “Los que vivían mejor eran los familiares de militares”, recuerda Ruiz Sierra.

En la comunidad se bebía mucha cerveza tradicional. Estaba hecha de un fermentado de plátano que se tenía que hervir en su proceso de elaboración. También había mucha gente desquiciada por la violencia y “uno que otro  afectado por las lesiones de machete en sus cerebros”. Había un centro comercial muy rústico en donde el doctor a veces acudía para tomar cerveza con la gente del lugar. “Nunca se nos faltó al respeto, al contrario, les caímos bien y nunca fue pretexto la embriaguez para intimidarnos o echarnos bronca. Los otros europeos del campo, jamás bajaron al pueblo o jugaron fútbol o se  relacionaron con ellos; los consideraban inferiores. Por ahí un italiano me dijo en una ocasión en que yo tenía que ir en la madrugada a conseguir sangre y no me lo permitía por el toque de queda: ‘qué más da; es la vida de un negro menos’”.

Ya luego los niños se acercaban a él. Se ponían a jugar a la pelota. “Una pelota hecha de trapos y bolsas de polietileno bien amarradas, y de un buen tamaño que hasta rebotaba. La sonrisa de los niños africanos es verdaderamente contagiosa; sus ojos siempre atentos de los niños bien comidos contrastaban tanto con los que acababan de llegar al hospital con grados importantes de desnutrición y gran infelicidad”.

La gente del lugar se componía principalmente de jóvenes y de las dos principales tribus viviendo en cordialidad. Aunque también la relación que la gente tenía con la noche inquietaba al médico. “Aprendí que el negro africano por la noche se transforma de acuerdo a su instinto animal que lleva dentro y relacionado a su clan representado siempre por un animal salvaje. Esto es la cultura escondida, esa parte salvaje, ese sub mundo al que la gente que no los conoce no es capaz de identificar y que es lo que los hace permanecer unidos y luchar fuera del alcance del ojo analítico y escrupuloso del extranjero. No es fácil comprender sus ritos religiosos, no es fácil entender por qué esas imágenes tan horroríficas que adoran en la noche en la privacidad de sus casas, en los lugares santos en donde se comunican con sus muertos, en la seguridad de sus hogares –muchos de ellos cubiertos con hojas de plátano y paredes de barro–. Hay un gran número de mitos de la cultura africana que es muy difícil de llegar a conocer y por ellos guardada como un gran compromiso secreto, de ahí que muchas personas hicieran cosas raras a mis ojos, como si hicieran una especie de vudú enfrente de sus enfermos, y lo cierto es que algunos mejoraban al día siguiente”, cuenta Ruiz Sierra.

Así como en Kenia, a Ruiz Sierra nuevamente le impactó la naturaleza de la región. Esta vez la que circundaba al hospital Gahini. Rodeado de animales salvajes libres, rodeado de estrellas y de una luna llena tan sin igual en el mundo, según refiere el médico. Logró compenetrarse más en ella. Sobre todo después de que mejoró la relación con el pueblo, después de que logró ganarse la confianza de la gente pese a ser blanco.

La gente no tenía ningún apego a la vida y la muerte era sólo algo que estaba muy a la vuelta de la esquina y así lo deseaban. Para la mayoría vivir representaba mucho dolor y esa alegría natural del africano casi había desaparecido de sus aún inquebrantables vidas. Ellos caminaban en la orilla del asfalto siendo atropellados y muertos por centenas por los camiones y autobuses que circulaban por las carreteras a toda velocidad. No decían nada, no corrían, no se movían fuera del camino. Era sorprendente, era como si desafiaran a los conductores a que los mataran para que dejaran de sufrir en este mundo, para ese entonces para ellos tan lleno de infelicidad”, recuerda Ruiz Sierra.

Ruanda fue sometida desde 1890 por el imperio alemán. En 1959, ya como colonia de Francia, se inició el proceso de independencia que terminó en 1962, con golpes de Estado de la milicia y graves problemas políticos. En 1994 se dio un movimiento de guerra civil, luego de la muerte de los presidentes tutsis de Ruanda y Burundi, cuando se alentó la violencia de la población contra la minoría tutsi y sus colaboradores, muriendo en ese entonces en el genocidio cerca de un millón de personas.

A Ruiz Sierra le tocó vivir la última etapa del genocidio. Fue testigo de la gran migración de retorno al país desde Tanzania. Éxodo de miles y miles de personas que se dirigían hacia la tierra prometida: la recién creada para ellos prefectura de Umutara. Iban dejando a sus enfermos graves o a sus muertos en la orilla del camino, llenos de hormigas o en estado de putrefacción, y se podían ver los cadáveres o los moribundos que caían en un número importante a lo largo de esta carretera que conducía hacia la frontera con Uganda por la gran cantidad de personas que en una, dos o tres filas caminaban rumbo al parque nacional de La Kagera, custodiados por convoyes de las Naciones Unidas. “Fue patético observar una vez que terminó la gran peregrinación, el gran número de muertos que había a la vera del camino, muchos de ellos devorados por los animales salvajes. Los vivos que quedaron seguían huyendo pero ahora sin saber a dónde, sin ningún bien personal, tan sólo su tristeza”.

El aeropuerto de Kigali era otro escenario desalentador. Todo estaba lleno de huecos en las paredes y techos. Muy parecido a lo ocurrido al parlamento por los impactos de los proyectiles lanzados por los rebeldes hutus. Algunos estaban resguardados detrás de sacos de arena, como esperando un ataque inminente. Había escasos pasajeros del vuelo cada tercer día desde la ciudad de Nairobi por Kenya Airways, un vuelo que se reactivaba una vez recargado de combustible en cuestión de minutos y estaba de regreso a la capital”.

Las personas de la ciudad estaban como muertas en vida, recuerda el médico. Muchos tenían historias espeluznantes de cómo fue la masacre del año que apenas había pasado. Historias de crueldad que, para Ruiz Sierra, eran tramas de odio producto de la sin razón. El médico asegura que el motivo real del conflicto que llevó a miles de seres inocentes a la muerte se debió al deseo de riqueza y poder de unos cuantos blancos dueños del cruel capital con sus aliados hutus y la iglesia católica. Fue un afán desmedido por ganar el control sobre los recursos del centro del continente. Por ello instigaron un odio tribal que terminó en uno o dos lesionados belgas o franceses y un número enorme de africanos muertos sin llegar a saber la causa. “Niños, ancianos y mujeres fueron los más desprotegidos. Morían a montones y los hombres eran puestos a prueba para ver su capacidad observando la violación de sus hijas o esposas y luego su asesinato, justo enfrente de sus ojos. La razón para explicar la muerte de sus padres e hijos era tener sangre tutsi en sus venas”.

La orden era matar y matar a esas “¡¡cucarachas!!”, como les nombraban los hutus a sus acérrimos rivales. “Conocí a gente maravillosa que estoicamente soportó la masacre con alto valor humano. A pesar de las instrucciones hubo hutus que respetaron a sus hermanos tutsis y viceversa. Se crearon en algunas regiones zonas de tolerancia étnica, que luego fueron arrasadas y destrozadas por la guerrilla hutu. Mucha gente resistió las embestidas, entre ellas una buena amiga, Aline, que me platicó muchas historias. Tenía una abuela de más de 90 años que también sobrevivió, y nos contaba historias del lugar, historias llenas de felicidad, como la descripción del baile de las aves, tan hermosa en los cuerpos flexibles de las mujeres ruandesas. De la hermosa estabilidad y tolerancia de las tres tribus del país y de la hermandad de todos ellos en la simpleza de la vida africana”.

Ruiz Sierra recuerda la historia de Joseph, un trabajador ejemplar, totalmente tutsi, de facciones finas y de una mente aguda. Era buen trabajador, se preocupaba por su gente. Él era el jefe de las enfermeras del hospital y tenía el control de algunas zonas restringidas, por lo que siempre se le podía ver cargado de un buen número de llaves. Joseph estaba casado con una enfermera del hospital. Era de pocas palabras, pero al opinar su laconismo se tornaba elocuente. Sus compañeros lo escuchaban con mucha atención. Sufrió en carne propia la persecución. Logró sobrevivir gracias a que pudo esconderse de la tropa en la ocupación del hospital, en un tinaco de agua alrededor de diez días. Sólo salía en la oscuridad para comer algo. La zona estaba totalmente copada por la guerrilla que deseaba exterminar a su tribu. Joseph tuvo mucha suerte. No así otros de los tutsis.

Era común que la guerrilla de Interamhwe se pusiera en los caminos para emboscar las camionetas de pasaje, las llamadas matatu, que en swahilli significa tres, los tres chelines que es el costo del transporte. La guerrilla tomaba a todos como rehenes y empezaba la selección de los unos y los otros. Aquellos que no eran hutus, eran separados y los hostilizaban hasta suplicar que los mataran ya, ahí mismo. Si así lo pedían los de la guerrilla les decían que para morir de esa forma tendrían que pagar con dinero. Tenían que pagar para ser asesinados de una vez, de un solo tiro en la cabeza. De otra manera, si no tenían con que pagar, les cortaban las manos o los pies. Los tutsis se desangraban entre el terror de los otros que suplicaban todavía más su muerte. Ahí, de esa manera, quedaban casi siempre todos los viajeros tutsis con sus familias.

Otra forma que la guerrilla tenía para matar a la gente tutsi al llegar a los pueblos o villas era buscar la complicidad de los sacerdotes católicos en donde existía una iglesia. Una vez que los tutsis eran separados, se les introducía en el templo. Luego, desde los techos de lámina, lanzaban granadas y bombas hasta matarlos a todos. Para estar seguros de que nadie había sobrevivido, metían una o dos vacas para que pasaran encima de los cadáveres. Si había alguien que se moviera o que se quejara al paso de la vaca, ahí mismo los hacían ver su suerte: los mutilaban hasta morir desangrados. Nadie sobrevivía.

En una zona cercana a Kigali, en Rwhengeri, se encuentra una iglesia que la conservaron como quedó con todo y cadáveres. Ahí el cardenal de Sudáfrica, Desmond Tutu, no pudo exclamar una sola palabra y lloró arrodillado debido al gran dolor que le causó ver a sus hermanos africanos muertos en ese clima de terror. La iglesia ha permanecido intacta y ahora es un museo del holocausto africano.

Miles de niños quedaron huérfanos y mutilados. Tenían sentimientos encontrados: a veces muy hostiles, a veces muy amigables. Ruiz Sierra conoció uno que sin una pierna jugaba al fútbol montando en una extremidad haciendo equilibrio y pegándole al balón balanceando todo su cuerpo y cayendo cada vez que lo golpeaba con mucha fuerza. “Era un chico valeroso que había perdido su pierna por la acción de una mina antipersonal, mas nunca su valor para enfrentar de esta manera la vida,”.

El día que Ruiz Sierra conoció a las monjas españolas de una comunidad cercana a su campo, quedó aterrorizado. Ellas tenían un centro de atención a niños y se contaban muchas historias de horror en esa zona. A Ruiz Sierra se le invitó a caminar por esos pequeños caminos que llevaban de una casa a otra o del centro de la comunidad a otros lugares. Ahí, tirados en el suelo, el médico mexicano observó más de veinte cráneos de niños muertos a machetazos. “Traté de imaginar esa tarde cuando los cascos azules fueron impotentes ante tanta barbarie, cuando los niños corrían para salvar sus vidas, gritando, pidiendo clemencia quizás o entregándose cual mártires a la panga o machete asesino”.

Luego llegaron tutsis venidos de países aledaños desde donde se organizó la resistencia desde el exilio. Derrotaron a los hutus ayudados por los ingleses, sudafricanos, estadounidenses y las fuerzas ugandesas. Los tutsis lograron el control del país nuevamente. Se recobró el poder gubernamental y los millones de dólares en ayuda humanitaria llegaron al país.

En este escenario, las instituciones de salud trabajaban lejos del mínimo de calidad recomendable. Aunque en época de guerra cualquier cosa es válida, dice Ruiz Sierra. Había grandes deficiencias desde la infraestructura sanitaria hasta el propio gremio de los médicos y enfermeras, principalmente en la ciudad de Kigali. “Pero algo que me hacia admirarlos profundamente era su amor por el país y el deseo de salir adelante, ya que vivían con salarios raquíticos que se compensaban con la ayuda de los organismos internacionales que les daban un extra para sobrevivir. Muchos de ellos huyeron y emigraron hacia Europa, Kenia y Uganda”.

El país se iba quedando sin médicos profesionales. Las pocas enfermeras fueron asesinadas o sacrificadas por proteger a los pacientes cuando los hutus buscaron aniquilar a los sobrevivientes tutsis.

No había medicinas, ni agua, ni electricidad, ni implementos para las curaciones. La bodega del hospital de Gahini estaba vacía, no había mucho que hacer por los enfermos que morían en decenas diariamente. Afortunadamente para el doctor Ruiz Sierra, la zona en donde se encontraba el hospital del que estaba a cargo fue retomada por los Cascos Azules. Se enterraban todos los muertos en dos fosas comunes y se liberó de la guerrilla.

Había que rehacer la vida, había que empezar de nuevo, aunque no iba a ser nada fácil. La mayoría de los hombres eran nuevos solteros o mejor dicho viudos, muy traumatizados emocionalmente y alcohólicos la mayoría. Pese a ello, todos tenían que colaborar. Ruiz Sierra tuvo que hacer trabajos de albañilería, electricidad, carpintería, pintura. Además, fungir como médico cirujano, internista, ginecólogo, obstetra y pediatra. “Trabajaba todos los días y todas las  noches”, recuerda Ruiz Sierra.

Muchos pacientes que fueron llevados al hospital, llegaban montados en una canastilla de hojas de plátano, especialmente diseñada para transportar a la gente enferma desde sus localidades hasta los centros de salud u hospitales. Desde lo lejos se podían ver las caravanas de gente que se alquilaba para poder hacer llegar a los enfermos: una especie de taxi o ambulancia no motorizada con una máquina. No paraban en ningún lado, la caminata era continua hasta llegar al hospital. Caminaban día y noche, dos o tres días, con enfermos que llegaban moribundos.

Algunos pacientes graves también lo hacían por su propio pie. “Como una mujer que llegó con un embarazo avanzado que requería de una operación de cesárea, pero que al no habérsele practicado, el producto yacía muerto entre sus intestinos salpicados de meconio debido al sufrimiento durante su agonía por la ruptura uterina. Esto debido a los esfuerzos que hacía su gente para ayudarle a extraer el producto que incluía el sentarse o pararse en su abdomen para tratar de hacerlo salir por la vagina. Estas maniobras inhumanas tan sólo conseguían lo ya descrito y para corto plazo con hemorragia interna severa que ponía en riesgo su vida, y para el mediano y largo plazo de fístulas conectadas entre la vagina y el recto o entre la vagina y la vejiga, pasando todos los desechos por la vagina sin ningún control”.

También solía ocurrir que cuando el paciente interno era hutu, los trabajadores tutsi se encargaban de “hacer” que muriera. “Nunca pude detectar intoxicación por fármacos o heridas mortales, quizás había algún veneno local, pero nunca lo pude comprobar. Y es que el paciente grave que se dejaba estabilizado luego de largas horas de trabajo, a la mañana siguiente se nos informaba de su muerte. Las versiones corrían en el hospital en el sentido de que se habían encargado de matarlo”.

En este contexto, la historia de Ruth es ilustrativa. Símbolo de lucha ante la adversidad. Ruth tenía tres hijos: uno de aproximadamente diez años, una de doce y uno de un año de edad. “Me contó que el más pequeño era adoptado; su madre había sido violada y torturada enfrente de su esposo por la guerrilla hutu, para luego matarla de un machetazo en la cabeza”, dice Ruiz Sierra. Así fue como murieron uno a uno los miembros de esa familia. Ruth decidió adoptar al bebe de semanas de vida. A sus más de 40 años le amamantó hasta que pudo.

Ruth fue una emigrante de la primera matanza del pueblo tutsi, por allá en el año 1959, cuando toda su familia tuvo que huir despavorida hacia Uganda para evitar la masacre. En ese entonces Ruth tenía diez años de edad y era la mayor de sus hermanos –diez, para ser exactos–. Posteriormente estudió la escuela elemental y luego se integró a una escuela en donde se le enseñaba a los jóvenes artes y oficios en la ciudad de Kampala en Uganda. Ahí aprendió inglés y enfermería.

Su vida transcurrió entre la esperanza de regresar a Ruanda y la incertidumbre de quedarse en el mismo lugar hasta que los años pasaran. Ella era muy inquieta y entonces decidió con la victoria del presidente ugandés de origen tutsi, Joseph Museveni, regresar a su tierra una vez que el genocidio había terminado y las fuerzas tutsis de ocupación informaran que el nuevo gobierno respetaría a todos los que habían salido del país. El gobierno también informaba que gente como Ruth que se había preparado en el exilio, sería tomada muy en cuenta para ayudar a reparar el país. Ruth regresó a su tierra en la provincia de Umutara.

Ruth pidió trabajo en Gahini. Desde la primera entrevista se mostró “muy sencilla, interesada, con una inteligencia notable y sobre todo con un grandísimo interés por ayudar a su sufrido y diezmado pueblo; por su actitud tan positiva la contraté para que trabajara de inmediato en el hospital”, recuerda Ruiz Sierra.

Ruth aprendió el manejo de instrumentos y asistencia en quirófano, manejo del parto y el puerperio y la administración de los medicamentos en las diferentes secciones del hospital. Era buena compañera de los demás trabajadores, era fiel a su gente y al doctor Ruiz Sierra.

“Siempre trabajaba con ahínco y pasión, era una eficaz traductora incluso de mis regaños a la gente que no obedecía las indicaciones terapéuticas, y hasta se molestaba de ver que no tenían conductas apropiadas en las salas de estancia del hospital. No descansaba hasta terminar su trabajo, para luego ir a realizar, por la noche, el de su casa. Algo que de verdad me hacía verla con gran admiración era que cuando un niño entraba a quirófano muy inquieto y con mucho miedo, pensando que moriría, ella les cantaba canciones de cuna en su lengua nativa y les hablaba con tanto amor, que los niños entraban tranquilos al quirófano y les iba muy bien. Tenían, ahora sí, confianza en todos nosotros. Ella me ayudó muchísimo a soportar la gran demanda de trabajo, fue mi insuperable e inseparable asistente todo el tiempo desde que la contratamos para trabajar en el hospital de Gahini”, dice nostálgico Ruiz Sierra.

Jean Baptiste era un trabajador que ayudaba en la consulta externa. Fumador empedernido a quien no era extraño verlo recoger colillas de cigarro. Además de su tristeza padecía de  diabetes. Nunca se cuidaba, no tomaba sus medicamentos por la dificultad de obtenerlos –cuando llegaba una remesa de medicamentos hipoglucemiantes ya usados o caducos provenientes de Europa,  éstos eran para una o dos semanas y les llegaban dos o tres remesas al año.

Le ocurrían historias similares a la de Jean Baptiste a miles de personas: aquellas que caminaban por el filo de la carretera, que no se movían hacia fuera del camino. “Incluso se sentaban muy cerca como retándonos a atropellarlos, como si pidieran misericordia para que los mataran y de esa manera dejar de sufrir la pobreza y la gran desesperanza que vivían”.

Fueron dos años en Ruanda. Llegaba el final de la estancia de Ruiz Sierra en el hospital Gahini. Quizá miró por última vez aquella fosa común que se colocó en la parte de atrás de las instalaciones y que coincidía con la parte posterior de su dormitorio. Quizá pensó en los cientos de cadáveres que reposaban ahí y que cada noche eran desenterrados por animales de las cercanías, que se comían esas escasas carnes o roían los huesos. Fernando Ruiz Sierra no olvidaría que cada mañana aparecían fémures o tibias o costillas envueltas en trapos carcomidos.

Había sido una experiencia que lo marcó. Tantos recuerdos de los que no habría de desprenderse. Quedaban entonces los aromas: la naturaleza con sus árboles de sombrilla; el de la enfermedad y la pobreza; el aroma de la brisa de sangre con el terror, la muerte y las vejaciones. Habían sido aromas que penetraron hasta el fondo. Un acercamiento intenso hacia la condición humana.

 

 

Texto publicado en la revista BLOC